viernes, 7 de noviembre de 2014

Una procesión inesperada

En la víspera de la festividad de Nuestra Señora de la Ascensión, a las diez de la noche del 30 de mayo de 1696, se desató un pavoroso incendio en la casa que habitaba el boticario de la ciudad Juan Antonio Dávila, ubicada en la Rúa Nueva, junto a las Casas Consistoriales. La magnitud del incendio hizo temer desde un principio que se extendiera a las casas inmediatas e incluso a toda la manzana, incluyendo el propio Ayuntamiento, la aneja iglesia de San Juan e incluso otros inmuebles que conformaban la hilada de viviendas de la parte este de la calle a la que daba nombre el citado templo.

            Fernando Antonio de Argote y Fernández de Córdoba, segundo marqués de Casa Real[1], general de artillería, gobernador de lo político y militar por entonces de Ciudad Rodrigo, después de apreciar que el fuego estaba dominado en parte, aunque los rescoldos seguían amenazando estructuras y distintas dependencias de varios inmuebles, decidió convocar un consistorio extraordinario, citando a los regidores a las seis de la tarde del 31 de mayo.
            En este ayuntamiento se refirió lo que había sucedido desde que se constató el incendio: se habían quemado las casas contiguas por una y otra parte, habiendo acudido los maestros, alarifes y vecinos de esta ciudad para atajar dicho fuego por todas partes[2]. Se habían limitado, en principio, a derribar tejados y tabiques de diferentes casas y de las contiguas a este Ayuntamiento ante la certidumbre de la magnitud del incendio y sus consecuencias. Y por eso también, creyendo que el propio inmueble municipal pudiera ser pasto de las llamas, se determinó que se sacarán de él los archivos y demás alhajas que había. Es más, el temor por la trascendencia del incendio originó también que se actuará en la parroquia de San Juan, accesoria a las casas del Ayuntamiento, sacando a la calle el sagrario del Santísimo Sacramento y las imágenes de los altares, y el Santísimo Cristo de la capilla del Osario de Ánimas, que fueron depositados en la Plaza Mayor buscando al mismo tiempo su intercesión para mitigar el fuego y aplacar mayores consecuencias.
            Fue en vano. Al menos, no suficiente para que cesasen las llamas ante este primer recurso a la divinidad y a la devoción de los santos, ya que los esfuerzos de vecinos, alarifes y maestros de obras no se tradujeron en un avance que apuntara al control del incendio. Y por eso el propio obispo, Francisco Manuel de Zúñiga Sotomayor y Mendoza[3], viendo el fuego tan grande que fuerzas humanas no bastaban a apaciguarlo y atajarlo, junto con su provisor y algunos eclesiásticos, decidieron sacar de la Santa Iglesia Catedral de esta ciudad el Santísimo Sacramento en público y a Nuestra Señora de la Soledad los religiosos del convento de San Agustín, y otros santos y santas de otras partes, y se trajeron a la plaza pública mayor de esta ciudad, donde se cantaron letanías y salmos. Una improvisada procesión que buscaba la intercesión divina donde la aplicación humana era claramente insuficiente.
            Todas estas decisiones y acciones, con el traslado de las imágenes y su disposición en la Plaza Mayor, cerca de los inmuebles que se encontraban en llamas, fueron seguidas personalmente [por] dicho señor gobernador, su alcalde mayor[4] y dichos señores regidores, toda la noche y la mañana y primeras horas de la tarde del siguiente día, jueves de la Ascensión, jornada feriada en Ciudad Rodrigo, así para atajar dicho fuego como para el recobro de las alhajas y bienes que se sacaban de dichas casas, poniendo soldados, ministros y vecinos para su guarda, y otros trabajando en echar agua, deshacer tabiques, tejados, quitar vigas y lo demás necesario por la grande confusión y fuego.
Dibujo a lápiz de las Tres Columnas, realizado por Eliodoro Menéndez (1863)
Con todos estos esfuerzos y como mediante la divina misericordia se ha minorado dicho fuego, los trabajos debían continuar para atajar otras consecuencias, ya que era notorio para las autoridades locales que el fuego podía reconocerse que va bajando y profundizando por las bodegas, aunque no con tanta fuerza y violencia, por lo que se podía temer llegase a dichas casas del Ayuntamiento, parroquia de San Juan y casas de la calle de San Juan y por la parte de arriba de las demás casas.
            Ante esta situación, y como prevención y disponibilidad de medios humanos, el gobernador de la plaza propuso y determinó que cuatro caballeros regidores asistiesen toda la noche y por el día otros cuatro con treinta hombres que los diputados de esta ciudad nombrasen de sus colaciones para hacer zanjas, sacar tierras, echar agua, y por dichos caballeros regidores se le den las órdenes convenientes, asistiendo personalmente a ello para el mejor cuidado y expediente de lo que se ofrezca y hasta que se consuma el dicho fuego.
          Afortunadamente, el incendio se extinguió a las pocas horas y limitó sus consecuencias a la destrucción de varias casas de la Rúa Nueva, sin extenderse a las Casas Consistoriales ni a la parroquia de San Juan. Después llegarían los problemas para la reconstrucción, que no se iniciaría hasta finales de 1700, cuatro años después de producirse los hechos. Al menos así se desprende del acuerdo municipal de 27 de marzo de 1700, en donde se afirma que los caballeros comisarios de casas [Antonio del Águila y Juan Manuel de Quirós] hagan las diligencias judiciales y extrajudiciales para que las casas que se quemaron en la Rúa Nueva de esta ciudad, por estar en una de las calles principales de ella, se reedifiquen y compongan. Y la diligencia debió cursar efecto, ya que uno de los propietarios de los inmuebles siniestrados, José de Jaque, pide el consentimiento de la Ciudad para el desembargo de los granos que haya pedimento le están embargados del agosto de este año de setecientos para la reedificación de las casas de dicho don José se quemaron en la Rúa Nueva, y que levantando el convento de religiosas de Santa Cruz las casas que suyas se quemaron en dicha Rúa, pagará dicho D. José lo que le tocase de la medianía, y para más seguridad da por su fiador al S. D. Miguel de Soria, según recoge el libro de acuerdos del Ayuntamiento sobre la sesión celebrada el 17 de diciembre de 1700.




[1] El marquesado de Casa Real de Córdoba es un título nobiliario español creado por el Rey Carlos II el 10 de noviembre de 1687 a favor de Beatriz Teresa Fernández de Córdoba Messía de la Cerda y Mendoza, descendiente del Fernando de la Cerda, infante de Castilla y de la Casa de Córdoba. Fernando Antonio de Argote fue el II Marqués de Casa Real estuvo como gobernador de Ciudad Rodrigo entre 1692 y 1699.
[2] Archivo Histórico Municipal de Ciudad Rodrigo. Libro de acuerdos de 1696. El resto de las citas también corresponde a este documento.
[3] Fue prelado civitatense entre marzo de 1695 y diciembre de 1712.
[4] Se trata del licenciado Francisco de Alvear que ocupó el cargo entre 1692 y 1699.

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