No fue un día triste el de ayer -[el artículo, para ajustarlo temporalmente, fue escrito cuando retiraban los restos mortuorios]-. Ni mucho menos. El duelo estaba ya durando mucho, demasiado tiempo. Las heridas abiertas en su momento en la saudade mirobrigense estaban restañadas. Tal vez sirviera el velo verde lorquiano, la mortaja que le cubrió su tronco cercenado, para ayudar a apagar el llanto nostálgico que impregnó en sus sensibles paisanos cuando se olivaron sus nervios de acero, desafiantes hasta entonces queriendo sesgar el cielo, para dejar una imagen externa como una mano pluridáctila abierta al horizonte, un grito de dolor, de desgarro que parecía salir de sus terrosas raíces, el ombligo que le ataba a esta tierra.
Ayer fueron retirados los restos mortuorios del conocido como Árbol Gordo, un negrillo plantado hace casi 200 años. Había sido testigo mudo de innumerables capítulos de la historia y etnografía mirobrigense. Otrora su altiva y frondosa presencia había dado paso a una resquebrajadura que se aventuró mortal pese a los esfuerzos paliativos para atender la enfermedad que le corroyó durante años, décadas diríamos. La grafiosis, que acabó con miles de olmedas en medio mundo, terminó ganando la batalla, tal vez fomentada por el desprecio, el soslayo con que a veces se trató su dolencia. Ni mucho menos se le diagnosticó una metástasis virginal, aunque desde algunos ámbitos se ofrecieran sus achaques como algo irreversible. Lo fue, pero tal vez se pudo haber hecho algo más por mantener su vitalidad evitando sangrías y amputaciones que acabaron por minar su resistencia.
El Árbol Gordo en los años treinta del pasado siglo Foto: Pazos |
El que conocemos por Árbol Gordo en una eterna juventud plena en madurez, era señalado en un principio por los mirobrigenses como el Árbol Grande, altivo junto a su hermano el Árbol Compuesto, del que ignoro cuál sería su ubicación[1]. Así se refleja en la prensa periódica local de mediados de los años veinte, al situarlo junto a la encañería grande, la única que durante siglos sirvió para el abastecimiento de la población de Ciudad Rodrigo.
Este emblemático negrillo para los rodericenses, no tuvo sin embargo atractivo ni entidad suficiente para que la Junta de Castilla y León lo incluyera en su catálogo de especímenes vegetales singulares o referenciales. Sí figuran en la nómina el cedro centenario del parque de La Florida del Campo o el ciprés más longevo del claustro catedralicio, al que se le suponen 250 años. El Árbol Gordo, cuando se gestó dicho catálogo, estaba ya herido de muerte. Tal vez proceda de su renqueante estado el desaire que sufrió al no reconocerse su antigüedad quizá por la frondosidad arrebatada en años de languidez. Al moribundo en muchas ocasiones se le deja demasiado solo. El Árbol Gordo fue enterrado antes de que la savia dejase de correr por sus vasos, por sus venas. Y no se le reconoció valor ni mérito más allá de las murallas de Ciudad Rodrigo, de los ahora ojos nostálgicos de los mirobrigenses que han venido llorando su progresivo deterioro. Ayer, más que nunca, los plañidos retumbaron como un eco lastimoso, azuzado por el viento que llevó consigo los apócrifos estertores de una vida que se apagó hace ya demasiado tiempo. De ahí que ayer no fuera un día especialmente triste. Lamentables habían sido años enteros viendo cómo se pudría este otro olmo seco inmune al rayo machadiano pero sensible a la indiferencia que hace tiempo, demasiado tiempo, fulminó su existencia. La jornada de ayer se recordará por la colocación de una esquela retardada, no por la muerte de un negrillo que había sido enterrado en vida. Ayer se retiró la momia de cartón piedra en la que se le había convertido. Tan solo eso. Queda, como había estado presente durante más de una década, su espíritu, la imagen perenne de algo que fue... historia.
El Árbol Gordo cercenado y amortajado |
La historia significa que el 21 de enero de 1819, en la sesión del regimiento mirobrigense y a propuesta del mariscal de campo Isidro del Saso, gobernador político y militar de Ciudad Rodrigo, a la vista de que estaba diezmado el arbolado de la localidad rodericense y su entorno, y que, como recuerda también el canónigo Mateo Hernández Vegas en su historia de Ciudad Rodrigo, había fracasado la campaña del año anterior, ordena que se publique un vando para que cada vecino, excepto los mendigos, plante cinco pies en los sitios del Campo de Toledo, dos caminos a la Cruz Tejada, alameda vieja y nueva y Fuente de las Tripas; en las tres primeras, negrillos, y en las otras tres siendo álamo blanco, y el que no quisiere por sí hacerlo pague en mayordomía de propios real y medio por pie. Para cumplir con lo estipulado, se cometió a Antonio Cabrera, diputado del común para que intervenga la plantación.
Casi con toda seguridad tendríamos aquí la partida de nacimiento del que fuera después conocido como el Árbol Gordo, que, de ser cierta la estimación, habría sido sepultado a los 195 años. No deja lugar a dudas la intención del gobernador al emitir el citado bando: plantar negrillos en el Campo de Toledo, lo que entonces era el vasto entorno de la cañería grande, el vaso de agua que abastecía a todos los mirobrigenses fuera de los pozos artesianos. Lo afirma también don Mateo en su historia de la Catedral y la ciudad[2], una estimación que recogió igualmente el desaparecido Ignacio María Domínguez Rodríguez en el pregón que en el Carnaval de 1985 ofreció a la peña Puerta del Desencierro[3], disertación en la que asimismo incluyó la siguiente coplilla[4] de Enrique García Guerreira, premonitoria, al fin y al cabo, de lo que ayer presenciaron los mirobrigenses con inopinada tristeza:
“Tan grueso era tu tronco
que entre todos los muchachos
apenas sí podíamos
rodearte con los brazos.
En tu copa vivían
más de mil pájaros.
A tu sombra se llenaban
en la fuente los cántaros.
Ni los rayos ni el viento
te hacían mella.
El tiempo en ti pasaba
sin dejar huella.
¿Quién te ha cortado?
¿Qué máquina o qué hacha
ha abatido tu tronco
viejo y cansado?
¡Ay, que han dejado
sin su casa a los pájaros,
sin sombra a los cántaros
y a este trozo de cielo
desarbolado!”
[1] Lo cita Mateo Hernández Vegas y también, aunque sin referir la fuente, Ignacio María Domínguez en el pregón de Carnaval para la Peña Puerta del Desencierro de 1985, que tampoco logró identificar.
[2] Tomo II, pág. 381.
[3] PEÑA PUERTA DEL DESENCIERRO. Carnaval del Toro. 25 años de historia (1980-2004). Salamanca, Imprenta Provincial, 2004; pp. 71-33.
[4] GARCÍA GUERREIRA, Enrique. Coplillas a Ciudad Rodrigo. Salamanca, Gráficas Cervantes, 1985, pág. 103.
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