Durante varios
años, desde 1833 hasta 1840, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, viuda de
Fernando VII, ocuparía la máxima instancia del reino como gobernadora y regente
hasta que se reconoció la mayoría de edad a la reina de España, Isabel II. Un
periodo que coincidió con la guerra civil, la primera carlista.
En Ciudad Rodrigo, como en el resto
de los municipios españoles, se habían elegido nuevos regidores tras el viraje
político que enterraría la Década ominosa.
Joaquín Cáceres[1] ocupaba la preeminencia
municipal, la denominada junta de palabra, acompañado de otros cuatro regidores
–Manuel Blanco, Ramón Marco, Juan García y Domingo Cayetano García-, el síndico
personero, el diputado del común y nueve alcaldes de barrio.
Dentro de las preocupaciones que
embargaban a los mirobrigenses a principios de 1834 por el sustento de las
tropas acantonadas en espera de emprender la campaña de Portugal, llegarían las
vísperas de Carnaval y el consistorio, como solía hacer, asume sus cometidos y
adopta las directrices habituales para que los festejos se desarrollasen dentro
de los parámetros establecidos. Entre las diligencias que debía afrontar el ayuntamiento
se encontraba el visto bueno a las compañías de cómicos que se acercaban hasta
Ciudad Rodrigo en tiempos de antruejo. En la sesión del 5 de febrero, el
regimiento municipal, a la vista del informe que interesó el gobernador militar
de la plaza mirobrigense, el teniente general Alejandro Rodríguez Villalobos, autoriza a la compañía teatral que regentaba el
también autor Manuel Valero a que represente sus comedias en las vísperas y
durante el Carnaval, aunque, como se podrá comprobar más adelante, los
regidores tenían notorias discrepancias con el empresario que en ese momento
gestionaba el único teatro que existía en Ciudad Rodrigo, ubicado en la isla
formada por el Campo del Trigo –hoy plaza del poeta Cristóbal de Castillejo- y
la calle Gigantes, gestión que llevaba Francisco Torres.
Grabado anónimo de una representación teatral en el siglo XIX |
Mientras el Consistorio tomaba una
decisión sobre la futura gestión del teatro, el Carnaval se acercaba –fue del 9
al 11 de febrero-, por lo que en la misma sesión en la que se autorizó
representar al comediante Manuel Valero en el teatro mirobrigense y, tal vez,
por lo acontecido en la edición anterior y a la vista del aumento del
contingente militar asentado en Ciudad Rodrigo a las órdenes del marqués de
Rodil para vigilar la raya portuguesa -se intuía la presencia del pretendiente carlista al trono español-, el quinto regidor, Domingo Cayetano
García, propuso y así se hizo, que se previniera al citado capitán general del
ejército de la frontera y al gobernador de la plaza para que las tropas no ocupen los tablados en el
Carnaval sin pagar lo que está estipulado, algo que redundaba en el
malestar general de los mirobrigenses por sus contribuciones a la campaña
contra el Carlos María Isidro de Borbón. No obstante, les ofrece también otra
salida: Si les acomodase hacer un tablado
se les proporcionará terreno sin estipendio alguno. Y ya de puestos, en
otro orden se acuerda pedir el auxilio de
tropa de cavallería para las mañanas de Carnaval que recorran el glacis de la
plaza, quizá para facilitar el encierro del ganado.
Pasaron los festejos carnavalescos y
el regimiento municipal no se había olvidado de lo prevenido con el teatro. Fue
en la sesión del 29 de marzo cuando el segundo regidor, Manuel Blanco, planteó
la intervención en la gestión del único espacio escénico con que contaba Ciudad
Rodrigo: No siendo justo corra el teatro
de esta ciudad por cuenta de un particular en perjuicio del pueblo y de los
autores, a quienes les exige un cuarto por entrada, la quinta parte de los
productos de palcos, lunetas y demás, y también un palco con seis entradas
libres. Había que intervenir porque lo que estaba sucediendo con la gestión
del teatro estaba contra la protección
que el gobierno da a este vanco como director de la moral y las buenas
costumbres. Y lo que describía lindaba con una flagrante extorsión que el
consistorio no podía consentir. Y no se veía otra solución, otra salida que
desterrase la práctica recaudatoria que abanderaba el empresario Francisco
Torres, que, como pidió el regidor Blanco, el
Ayuntamiento se haga cargo del edificio-teatro, que debe ser perteneciente en
el todo a la Corporación. Se trataba de una expropiación de un bien, mejor dicho, de un
servicio destinado al público, para lo que había que seguir los cauces legales
y establecidos: Que, por lo tanto, se
haga tasación por peritos de respectibo nombramiento y un tercero caso de
discordia, de lo que en él tenga el actual empresario, don Francisco Torres, y
se le satisfaga su valor justo, pues en este modo se conseguirá el que las
representaciones sean a precio más bajo, se evite la ruina de los actores y se
consiga el que asista más gente a distracciones que tan interesantes son a las
buenas costumbres.
El Consistorio, vista la propuesta y
discutida, resuelve que el empresario para
San Juan deje desocupado el teatro, en cuyo intermedio y desde ahora puede
tener lugar la tasación propuesta para que sea satisfecho el valor de la
construcción de palcos, lunetas, etcétera. Así se ejecuta, quedándose el ayuntamiento con la gestión del teatro pagando a su propietario un alquiler de
400 reales anuales, afrontando también los gastos que supuso su adecuación.
[1]
Posteriormente sería elegido procurador en las Cortes Generales constituidas el
24 de julio de 1834, cargo que siguió ocupando hasta el 27 de enero de 1836.
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