El 7 de abril de
1823 un ejército francés, conocido como los Cien mil hijos de San Luis, entra
en la península y sin apenas encontrar resistencia popular conquistó fácilmente
el territorio español, acabando con casi de un plumazo con el Trienio Liberal.
Tan solo el guerrillero Juan Martín, el
Empecinado, liberal hasta la médula, mostró una resistencia creíble contra
la nueva invasión francesa en beneficio de Fernando VII, pero su empeño chocó
contra el ya imparable afianzamiento absolutista, fracasando en sus intentos
por mantener el régimen liberal en Palencia o Valladolid o en las incursiones
que hizo sobre Zamora. Tuvo que retroceder ante el avance francés y la
consolidación realista, regresando a un territorio que conocía y en el que se
había desenvuelto con éxito en la
Guerra de la Independencia. Se trataba de Ciudad Rodrigo y sus
alrededores, adonde llega en compañía del conocido y activo conspirador
madrileño, de origen vasco, Eugenio de Aviraneta[1], su lugarteniente.
En la localidad mirobrigense, en el castillo de Enrique II, establece El
Empecinado su cuartel general. Desde allí hace numerosas incursiones con sus
tropas por las provincias limítrofes intentando que no se consolidasen los
elementos realistas, especialmente por Extremadura, donde distintas poblaciones
se habían rebelado contra los gobiernos locales de signo liberal, sobre todo
tras llegar noticias de la entrada en Madrid, el 23 de mayo, de las tropas que
apoyaban la restauración absolutista. A finales de ese mes, El Empecinado
emprende camino hacia Coria, en donde la sublevación había logrado desarmar a
las milicias nacionales al tiempo que proclamaban al rey absoluto. No pudo
hacer nada ante la inminente llegada del Cura Merino[2]
que venía apoyado por unos generales franceses. Abandonada su pretensión, el 12
de junio Juan Martín decide regresar a su cuartel general, a Ciudad Rodrigo.
Ilustración de la trágica cogida del capitán Mala Sombra |
De su estancia en la localidad mirobrigense, Pío Baroja[3] dedica varios capítulos de
la séptima entrega de Memorias de un
hombre de acción a un episodio supuestamente ocurrido en la Plaza de la Constitución
mirobrigense en el mes de abril de 1823[4].
Con un pie en la historia y otro en la leyenda, Baroja, a través de Eugenio de
Aviraneta, relata el trágico desenlace de un amor escondido que tuvo como
protagonista a un tal capitán Porras, conocido bajo el apodo de Mala Sombra,
quien murió de una cornada en el pecho en una corrida celebrada en el coso
mirobrigense mientras miraba cómo su amada flirteaba en un balcón de la plaza
con uno de sus mejores amigos.
El Empecinado había logrado requisar cientos de reses en los partidos de
Alba de Tormes –allí se había enfrentado a las tropas realistas- y Vitigudino
y, camino de regreso a Ciudad Rodrigo, en Tamames y otras localidades a la
redonda. Conducido el ganado a la plaza de armas mirobrigense, a un oficial se
le ocurrió la idea de celebrar con una corrida de toros el éxito alcanzado en
la acción de Alba de Tormes. Se lo plantea al general Juan Martín, ya que entre
las reses había “toros bravos de tierra de Portillo y Salamanca[5]”, para lo que de antemano
contaban con el permiso del alcalde y del gobernador.
El Empecinado era “enemigo acérrimo de los toros[6]”
y, siguiendo su parecer, no autoriza el festejo taurino. Su negativa
transciende y moviliza a la tropa y la ciudadanía, quienes determinan crear una
comisión que se entrevistase con el general para intentar convencerle. No lo
consiguen en un principio, anclado El Empecinado en sus convicciones. “Quedaron
tan mustios y cariacontecidos que don Juan Martín, mal de su grado, tuvo que
acceder”[7], relata Aviraneta en la
novela barojiana.
Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen |
“En los días siguientes, el Ayuntamiento, el vecindario y los militares
se dedicaron con gran entusiasmo a cerrar la Plaza Mayor y a
construir gradas dentro de los soportales de la Casa del Consistorio. Siguiendo las costumbres de
la ciudad, antes de celebrarse la corrida se rifaron los sitios entre las
familias que mandaron construir los tendidos por su cuenta. Había en nuestra
columna un nacional de Madrid, Juan López (el Ochavito), primer espada de
alguna nombradía que había toreado en su juventud con Pepe-Hillo, y un
aficionado llamado Isidro García, el Buñolero. Se organizó una cuadrilla
completa con espadas, banderilleros y monosabios. Las señoritas de la ciudad
hicieron moñas vistosas con cintas de sedas de colores y adornaron las
banderillas con papeles rizados. El domingo, por la mañana, sería la corrida.
Habían enarenado la plaza y señalado las localidades. Estaba acabado el
programa. De los cuatro toros que se iban a torear, los dos últimos serían de
muerte”[8].
Se sabría más tarde que uno de los novillos, un utrero, sería estoqueado
por el teniente Gotor, quien galanteaba a la misma muchacha que Mala Sombra,
Conchita Aguilafuente, que contaba con 17 años de edad. En un ataque romántico,
el capitán Porras anuncia su intención de mancornar al toro de cuatro hierbas
que iba a torear El Ochavito. La noticia corrió como la pólvora. Era el
comentario de referencia, el tema de todas las conversaciones: un sentimental y
esforzado paladín enamorado intentando ganarse los favores de su pretendida
dama.
Se acercaba el domingo y los preparativos iban culminándose. En la mañana
dominical señalada, después de oír misa, los tablados y los balcones fueron
llenándose. Aldeanos de toda la socampana no quisieron perderse el espectáculo.
El programa aventuraba un entretenimiento mayúsculo, superior al que los
mirobrigenses acostumbran con sus inveteradas corridas de novillos
carnavalescas. Las habían celebrado por última vez del 9 al 11 de febrero y
ahora, casi tres meses después, se había vuelto a cerrar la plaza para acoger
otro festejo taurino.
Otra ilustración del relato barojiano |
Comenzó la música y poco después la corrida. Transcurrió con emoción en
virtud de los ayes del público. Apareció el cuatreño, el que correspondía a la
pretendida demostración de valor de Mala Sombra. “El último toro era grande,
negro, con una cornamenta larga y afilada. Perseguía furioso a quien se ponía
frente a él. El público vociferaba entusiasmado; los toreros apenas se atrevían
a acercarse al animal. Únicamente el Ochavito y el Buñolero se plantaban
delante y le daban recortes con la capa. A fuerza de estos lances el animal
pareció cansarse, y en un momento que se paró el Buñolero le agarró de la cola.
Entonces se vio a Mala Sombra que avanzaba con el Ochavito, acercándose al
toro. En un momento se agarró con presteza a las astas, cuadrándose de pechos
ante la fiera. El hombre y el toro quedaron inmóviles; el hombre empujó la
cabeza del animal por las puntas, la bestia alzó el hocico, y entonces el
hombre metió el hombro por debajo de la barba del animal, y de un empujón lo
tumbó al suelo, le puso el pie en el hocico y lo sujetó así. Hubo una tempestad
de aplausos[9]”.
En un balcón de la Plaza
de la Constitución
estaba la pretendida Conchita Aguilafuente, acompañada de su madre y de Emilio
Pancalieri, un joven italiano, rubio, amigo y compañero de Mala Sombra.
Estuvieron durante toda la corrida más que flirteando. Cuando el capitán Porras
levantó la cabeza para ofrecer su gesta a su amada “¿qué vio? No sé. Quizá
comprendió rápidamente lo que pasaba entre Conchita y Pancalieri; el caso fue
que el capitán soltó el pie, el toro se levantó de improviso, dio un topetazo
con el cuerno en mitad del pecho al capitán y pasó por encima de él. Después se
vio al capitán erguirse un momento echando sangre a borbotones por la boca, y
luego caer desplomado[10]”.
Juan Martín, 'El Empecinado', por Francisco de Goya |
¿Realidad o ficción literaria? Ambas, al menos así lo entiende la crítica[11] que ha estudiado la obra
barojiana. Pero el romántico relato, la trágica muerte de Mala Sombra por un
desaire amoroso es patrimonio de la creación literaria, de la ficción, aunque a
la vista de la tradición taurina mirobrigense, ensalzada de alguna manera por
Pío Baroja, no hubiera sorprendido un desenlace de esas características, una
muerte sobrevenida propia del riesgo inherente al desarrollo de los festejos
taurinos. De hecho, el relato barojiano es palmario al reflejar que la muerte
no deja de formar parte, aunque inesperada, de la liturgia de las corridas de
toros y que, una vez superado el momento, el festejo debe seguir, sin que ello
suponga una indolencia, puesto que cuando la corrida haya acabado el recuerdo
de la tragedia volverá, si cabe, con más intensidad entre quienes la
presenciaron: “El Ochavito y el Buñolero metieron sus capotes y jugaron con el
toro, mientras dos alguaciles recogían el muerto. Algunos pidieron a gritos a
la presidencia que terminara la corrida y retiraran al toro, pero esto no era
fácil, ni mucho menos… Después de algunos vanos intentos, cuando le tuvo a su
gusto el Ochavito, se cuadró, y de una estocada como un rayo dejó al toro
muerto. [...] La gente, olvidada ya del capitán, comenzó a aplaudir y a gritar.
El público fue despejando la plaza; marchaban las mujeres llevando lágrimas en
los ojos…”[12]
Pío Baroja y Nessi |
Ciudad Rodrigo por aquel tiempo, primavera y verano de 1823, se había
convertido en la madriguera de los
exaltados, el refugio de los liberales más acérrimos contrarios a la
restauración del antiguo régimen, con la primera referencia de El Empecinado.
Habían llegado elementos señeros de la revolución liberal desde distintos
puntos del norte y oeste de España –caso del toledano Antonio Buch, presidente
de la Diputación Provincial de Valladolid[13],
o del comandante José de Porras Guerrero-, buscando el refugio y
atrincheramiento necesarios para coordinar la lucha contra el contingente francés
de los Cien mil hijos de San Luis,
que iban ganando terreno sin prácticamente ninguna resistencia. Ciudad Rodrigo
fue uno de los enclaves que supusieron un obstáculo en el avance de las tropas
realistas y pese al bloqueo que determinó en septiembre Carlos O’Donnell,
capitán general del ejército y provincia de Castilla la Vieja , la plaza de armas
mirobrigense no fue entregada hasta el 7 de octubre, después de que Cádiz, la
capital liberal de España, hubiera caído en poder de los absolutistas.
Ciudad Rodrigo arrió la bandera constitucional tras la firma de un
convenio ajustado entre O’Donnell y el general José María Jalón, gobernador de
la plaza de Ciudad Rodrigo, sellado en el convento de Nuestra Señora de la Caridad , en donde el
ejército realista había establecido su campamento. El acuerdo[14] constaba de ocho puntos que
establecían las condiciones de la rendición del que prácticamente fue
considerado como el último enclave liberal. No obstante, el gobernador de
Ciudad Rodrigo quiso ajustar el contenido de algún artículo, pero ya no se
encontraba en condiciones de exigir nada[15].
El 11 de octubre, a la una de la tarde, O’Donnel entró en la plaza de
Ciudad Rodrigo. Toda la milicia nacional había sido desarmada y se le había
requisado los caballos antes de expedirle la oportuna documentación para
derivar a los milicianos a sus lugares de origen, como también a una multitud de empleados y amigos del llamado sistema
constitucional[16]. Hubo numerosas detenciones
–también destierros- de elementos liberales exaltados, caso del “general Porras[17], uno de los corifeos de los más decididos
constitucionales, así como Buch, el exjefe político de Valladolid, que era el
cabeza de los más feroces y encarnizados revolucionarios[18].
[1]
Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen nació en Madrid en 1792, capital en la que
también fallecería en 1872. Fue un liberal de origen vasco que se fraguó como
guerrillero contra las tropas napoleónicas. Masón convencido, no dudó en apoyar
a la oposición liberal en el exilio durante las etapas absolutistas de Fernando
VII. Durante el Trienio Liberal fue alcalde de Aranda de Duero (Burgos). Estuvo
envuelto en casi todas las intrigas contra los moderados y, por supuesto,
contra cualquier atisbo de vuelta al absolutismo durante el reinado de Isabel
II.
[2] Jerónimo
Merino Cob (Villoviado, Burgos 1769 - Alençon, Francia, 1844), conocido como
«El Cura Merino», fue un sacerdote y guerrillero español. Siguió la carrera
eclesiástica y tomó las órdenes, pasando a ser párroco de su pueblo natal. Durante
el Trienio Liberal (1820-1823) retomó la guerrilla, y se enroló durante la
guerra realista en las partidas que marchaban apoyando la invasión de los «Cien
mil hijos de San Luis» que acabaría con el gobierno liberal.
[3]
BAROJA Y NESSI, Pío. Memorias de un
hombre de acción (VII). Los
contrastes de la vida. Ed. Caro Raggio, Madrid, 1977.
[4] Cfr.
DOMÍNGUEZ CID, Tomás. “Un drama taurino y amoroso”, en Ciudad Rodrigo, Carnaval 2007, del 16 al 20 de febrero.
Ayuntamiento de Ciudad Rodrigo, 2007, pp. 241-245.
[5]
Ibídem, pág. 21.
[6]
Ibídem.
[7]
Ibídem.
[8]
Ibídem.
[9]
Ibídem, pág. 24.
[10]
Ibídem, pág. 25.
[11]
CRIPPA, Francesca. La representación de
la realidad y la ficción literaria en cuatro novelas breves de Pío Baroja. En Lingue
e Linguaggi, publicación periódica de la Università del Salento,
2013: “El primer elemento de ficción literaria aparece sólo hacia la mitad del
relato cuando, entre los militares que acompañan al Empecinado, Aviraneta
conoce al capitán Mala Sombra, personaje de fantasía presentado a los lectores
como ‘una persona de mala suerte en amores y negocios’ (Baroja 1997, p.
47), actitud de la que derivaría el apodo que lo define. El narrador
describe a Mala Sombra como a un hombre valeroso, capaz
de ponerse al frente de la tropa liberal contra los absolutistas, a los que vence en una
estratégica emboscada. Sin embargo, el personaje reúne también todas las
características típicas del héroe romántico: antes poeta inspirado, luego
hombre enamorado y celoso, Mala Sombra es un toreador valiente y acaba su
existencia como víctima inocente de una pasión
alocada que lo conduce a la muerte.
Esto, de
hecho, es lo que ocurre en el relato: Mala Sombra, que
está secretamente enamorado de Conchita Aguilafuente, se sacrifica toreando en
una fiesta organizada para celebrar su victoria porque descubre que la
mujer de sus sueños, en realidad, mantiene una relación clandestina con
Emilio Pancalieri, prisionero italiano que había aceptado luchar
al lado de los liberales españoles. Después de un atento análisis del
relato, parece posible afirmar que a partir de su primera
aparición en el texto Mala Sombra se convierte
en el protagonista indiscutido de los acontecimientos y el
narrador, fascinado por su incontenible personalidad, pierde gradualmente
interés en las dinámicas históricas para concentrarse en los episodios de la ficción
narrativa referidos al personaje. Es evidente, pues, que en la segunda parte
del texto la descripción del temperamento de Mala Sombra, presentado a través
de su evolución psicológica, se convierte en el eje central de la historia y la
principal fuente de atracción para el narrador que, por esta misma razón, lo
erige como modelo digno de imitación. Al igual que Mala Sombra, efectivamente,
Aviraneta también está convencido de que gracias al valor personal y a las
acciones heroicas todo hombre puede convertir su propia existencia
en una novela y por eso, al concluir su conversación con
Baroja, afirma nostálgicamente: ‘Los hombres de mi tiempo no leíamos
tantas novelas como los de ahora. Buenas o malas, las hacíamos en la vida’
(ivi, p. 75)”.
[12]
BAROJA Y NESSI, Pío… Ibídem, pág. 25.
[13] El
25 de abril abandonó Valladolid con destino a Ciudad Rodrigo, dejando como
presidente interino de la Diputación al intendente José de Goicoechea. El 26 de
abril se retiran las tropas constitucionalistas de El Empecinado en Valladolid
dejando expedita la entrada a las realistas del cura Merino, que se concreta al
día siguiente. Buch fue arrestado en Ciudad Rodrigo al entrar las tropas
absolutistas, junto a Fausto Galiano, secretario político vallisoletano. Cfr.
ANTA MUÑOZ, ANTONIO de. La Diputación
Provincial de Valladolid en el siglo XIX (1813-1874), Tesis Doctoral,
Universidad de Valladolid, 2012, pp. 110 y 341.
[14] El
texto del convenio se recoge en el periódico fernandino El Restaurador, de 15 de octubre de 1823, pp. 3, 4 y 5: “Convenio
ajustado entre el Excmo. Sr. D. Carlos O-Donell, capitán general del ejército y
provincia de Castilla la Vieja ,
y el señor general D. José María Jalón, gobernador de la plaza de Ciudad
Rodrigo.
Artículo
I.º Cesarán inmediatamente las hostilidades entre las tropas del bloqueo y la
guarnición de la plaza de Ciudad Rodrigo.
Art.
II.º Es condición fundamental y sin qua
non de esta cesación, la de que el señor gobernador y guarnición de la
expresada plaza están prontos a cumplir y ejecutar, y cumplirán y ejecutarán
sin restricción las órdenes que S. M. tuviere a bien expedir.
Art.
III.º Se establecerán las líneas respectivas de puestos del modo siguiente:
todo lo que se halla a tiro de cañón de la plaza se halla bajo la autoridad de
su expresado gobernador, conviniendo el Excmo. Sr. Capitán general en replegar
sus puestos abanzados por sugetarse a dicha condición; de modo, que teniendo
actualmente su cuartes general en la
Caridad , pasará su línea más abanzada por la de la guardia de
campo del campamento más abanzado, las cual se halla a I varas delante del
edificio de la Caridad ;
seguirá dicha línea más abanzada por los polvorines, san Giraldo, caserío
Serranos en la orilla derecha del Águeda, y respectivamente a iguales
distancias en su orilla izquierda.
Art.
IV.º Se suspenden los efectos del bloqueo en cuanto a las comunicaciones entre
la plaza y cualquiera otro pueblo o punto. Las comunicaciones de todo género
serán francas y recíprocas, no solo entre la plaza y los pueblos, sino entre la
guarnición y las tropas de bloqueo, entendiéndose en cuanto a esta última comunicación
entre la guarnición y las tropas de bloqueo, que lo harán sus respectivos individuos
bajo los correspondientes salvo-conductos de sus respectivos generales.
Art. V.º
Ni la plaza ni las tropas del bloqueo aumentarán sus medios de ningún género de
defensa y ataque desde la ratificación del presente convenio.
Art.
VI.º Por consecuencia del artículo precedente, si la plaza necesitase auxilios
exteriores el señor gobernador dirigirá exposición motivada al Excmo. Sr.
Capitán general, quien con presencia de ella los acordará; y recíprocamente si
las tropas del bloqueo necesitan algún auxilio de los que la plaza podrá
proporcionar, se entenderá dicho Excmo. Sr. Capitán general con el Sr.
Gobernador de la plaza.
Art.
VII.º El presente convenio durará todo el tiempo que tarden en llegar las
órdenes que fueren del agrado real de S. M.
Art.
VIII.º Si se originasen algunas dificultades o dudas relativas a la ejecución
del presente convenio, o sus incidencias, serán dirimidas y resueltas
buenamente de buena fe entre el Excmo.
Sr. Capitán General y el Sr. expresado gobernador.- En el cuartel general de la Caridad , a 7 de octubre de
1823.- Por parte del Excmo. Sr. Capitán General y autorizados con plenos
poderes.- El conde de Negri.- El teniente coronel primer ayudante del E. M.-
Luis Armero.- Por la del señor gobernador de la plaza y autorizados
competentemente.- El comandante del batallón de M. A. de Palencia.- Gaspar
Blanco.- El comandante de la M. N. V. de
Valladolid.- Hilario Rey.- Ratificado por mí dicho día, mes y año en la plaza
de Ciudad Rodrigo a 7 de octubre de 1823.- José María Jalón”.
[15]
Ibídem. “Visto este convenio por el gobernador de la plaza de Ciudad Rodrigo,
sabemos que a pretesto de que por el artículo 3º no conseguía la guarnición el
justo desaogo que en su concepto la era debido, so color de evitar los
disgustos que podrían originarse del roce de unas y otras tropas, escribió con
fecha del 7 al Excmo. Sr. D. Carlos O-Donell, para que como artículo adicional
se sustituyera el dicho 3º, el que S. E. levantando el campamento, se retirase
a una jornada de la plaza por lo menos; pero el general le contestó en el mismo
día ‘que no podía ni debía acceder a la proposición de abandonar el terreno a
donde había llegado cuando sus fuerzas de infantería eran muy inferiores a las
de la plaza; que aumentadas ahora en razón cuadruplicada, no estaba en el orden
prestarse en aquel momento a lo que antes no hubiera ejecutado, lo que cedería
sin duda en descrédito de las armas del rey que tenía el honor de mandar’. Y en
cuanto a los recelos que el gobernador tenía de disgustos que pudieran
ocasionarse por indiscreciones de la tropa, respondió el general ‘que no los
teme de parte de sus soldados que conocen bien la subordinación y no
desobedecerán impunemente las órdenes que tenía dadas en el particular’”.
[16]
Ibídem, número del 18 de octubre.
[17] Debe
tratarse del citado comandante José de Porras Guerrero.
[18]
Ibídem.
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