Vamos a ver.
Situémosnos a final de siglo. No del pasado, del anterior. Ya puestos, dejemos
de lado la saudade noventayochista, que demasiada frustración recreó en la sociedad.
Cierto es también que generó movimientos sociales que siguen siendo referencia histórica.
No viene al caso, por ahora. Vamos al grano... local. Sabemos que Mazarrasa fue
un obispo –administrador apostólico, que todo hay que decirlo para evitar correcciones-
de lo más culto y comprometido que ha tenido la Diócesis civitatense. Hizo todo
lo posible por atender a los más necesitados, para formales, convirtiendo el
Palacio Episcopal en un espacio referencial para los mirobrigenses. Una casona
abierta, de día y de noche, para que acudieran los fieles, y no tan fieles, a
instruirse. Daba igual que al lado mismo del palacio del prelado se estuviera
pecando en el salón de bailes de la sociedad de los artesanos –todavía se
aprecia la rotulación-. Se organizaban fiestas –aquellos bailes tan pulcros,
tan distantes, tan desapasionados... un suponer por el qué dirán de aquellos ojos
escrutadores- cuando la ocasión lo requería. San Antón, san Sebastián, la
Candelaria, san Blas, las águedas... un bullir, un sinvivir pecaminoso
esperando que llegasen aquellas jornadas que, indefectiblemente, marcaban el calendario
festivo mirobrigense.
José Tomás de Mazarrasa ha sido un
obispo referencial para los rodericenses. Un busto –el único prelado o
administrador apostólico de estos lares que ha tenido ese honor público- así lo
demuestra. Se colocó en 1928, veinte años después de su muerte. Y ahí sigue su
monumento en la plaza epónima, aunque los tiempos y las necesidades provocaran
su desplazamiento del resguardo del apócrifo arcosolio al cogollo de la plazuela,
asumiendo el epicentro de la rotonda peatonal ajardinada que subsiste.
Mazarrasa dejó una impronta por su
actitud y aptitud. Nadie puede negarlo; al menos yo no pretendo entrar en
disquisiciones contrarias a lo que, desde mi punto de vista, considero que fue
así. Pero, claro... hay tachas que a los festivos mirobrigenses no se les puede
ocultar. Al grano. Corría el verano de 1899. Las cosas, que digamos, no estaban
para muchas fiestas; o sí, porque las consecuencias del noventa y ocho estaban
tan distantes como el propio océano, y nuestros paisanos vivían el día a día,
con más pena que gloria, intentando substraerse de los males nacionales, de los
avatares políticos y militares que subyugaban a quienes vivían prestos la
realidad.
Busto en bronce del prelado Mazarrasa |
Ignoro si fue sorna, mala leche o un
pespunte para coser el roto, las ataduras también de una sociedad que intentaba
liberarse de la crisis social de aquel final de siglo. El hecho es que un grupo
de mirobrigenses –arrabaleros del entorno de la calle Santa Clara- tuvieron la
ingeniosa, aunque manida idea de convocar a sus convecinos a una fiesta, una
verbena en los estertores del siglo XIX. Mazarrasa mandaba –como era costumbre-
más que el alcalde –Luis Díez Taravilla y Ojesto-, pero quien gobernaba estaba
en la alcaldía. Ese grupo de jóvenes o no tan jóvenes mirobrigenses quisieron
desafiar el adoctrinamiento público, la ñoñería imperante entonces. Suponía una
vulneración de la pacatería que los poderes públicos pretendían imponer. Y
difundieron a los cuatro vientos su iniciativa: una verbena desafiante, una
convocatoria pública festiva plagada de todos los componentes que odiaba el
Obispado y el propio consistorio. Era una afrenta al control que quería imponer
la Iglesia, una invectiva desde las bambalinas al teatro público que se
representaba en el escenario mirobrigense. No sé si llamarlo comedia o
tragicomedia en virtud del escaparate social que se intentaba difundir.
Veamos. “Con motivo de la fiesta
onomástica de tan virtuosa santa, varios vecinos del arrabal de San Francisco
de esta ciudad han organizado en honor de dicha virgen y previo el permiso
competente, una gran berbena [sic] con iluminación y música, que tendrá lugar
en el cruce de las calles Santa Clara, Valera y San Antón el día 11 del
corriente [agosto], de nueve de la noche en adelante, y a cuya fiesta quedan
invitadas todas las personas que tengan deseos de divertirse, sin distinción de
sexos, edades, profesiones ni estados”.
Cartel anunciando la verbena |
Se celebraba, como puede inferirse,
la festividad de santa Clara. Una verbena en las postrimerías del siglo XIX
pero parecida a las que actualmente se programan. Bueno, marcando ciertas
distancias la comisión que firmaba la convocatoria tuvo la ironía suficiente
para provocar a las instituciones reinantes y convocar a los transgresores paisanos, como queda demostrado en el endecálogo
siguiente, transcrito al pie de la letra, del programa que se editó para su difusión:
“1º. Preparativos para la fiesta con
comentarios en corrillos.
2º.- Una turba de chiquillos (que en
cualquier parte estarían mejor que allí) aturdirá con sus gritos al vecindario.
3º.- Los curiosos impacientes
acudirán a la fiesta una hora antes de dar principio.
4º.- A las nueve en punto, varios
pirotécnicos indígenas y extranjeros
mandarán al espacio infinidad de cohetes aéreos
derramando luz por doquier y sus horripilantes
y estruendosos estampidos se dejarán
oír en doce leguas a la redonda.
5º.- Una inmensa multitud de
profesores músicos sin bombo vendrán
de sus domicilios respectivos solo y exclusivamente para amenizar el
espectáculo y con la particularidad de que soplarán
de diversas maneras.
6º.- Podrán bailar los jóvenes y jóvenas [qué gracia; ríanse de Carmen
Romero o Bibiana Aído] que tengan ganas y se encuentren en condiciones de hacerlo, pero sin barullo y evitando las
aproximaciones por mor de el calor y la
electricidad que pudiera desarrollarse, y el que no lo hiciera con la
decencia que reclama la sociedad en general y las señoras en particular, será retirado al corral al primer aviso.
7º.- No se permite bailar hombres
con personas del sexo masculino, ni
mujeres con las del femenino; ni
dormir a las mamás, ni reñir a los papás.
8º.- Las farmacias de la calle de Santa Clara y adyacentes estarán
provistas del elixir específico para
quitar las penas y de rosquillas de la Virgen para todo aquel que tenga gusto y
céntimos.
9º.- Al que no le guste la fiesta,
puede retirarse cuando le convenga, sin permiso de ninguna especie; por el
contrario, al que le guste puede continuar en ella hasta que se cierren las puertas del salón.
10º.- El local estará adornado con
profusión de adornos e iluminado con luces encendidas en faroles coloreados
de diferentes colores; todas las
vistas darán a la calle. Las paredes con huecos arquitectónicos de varios
estilos y épocas, el pavimento adoquinado en dibujos no estudiados y el techo
será azul celeste puro con estrellas naturales.
11º.- Dando la preferencia a las
españolas, no se permitirán hombres acompañados de turcas ni que vengan cubiertos con papalinas”.
Una provocación... una indecencia.
Así lo vio Mazarrasa, quien, como un resorte, se dirigió al alcalde para
intentar acabar con semejante atentado a la moral cristiana, velando por la
convivencia y los valores cristianos.
Luis Díez-Taravilla, alcalde mirobrigense |
El 8 de agosto de 1899, tres días
antes de la fecha prevista para la verbena convocada públicamente, el
administrador apostólico de Ciudad Rodrigo –a la sazón un antitaurino de tomo y
lomo, como ya he esbozado en alguno de mis escritos; contrario a toda
manifestación popular festiva arrabalera-, envía una carta al regidor Díez
Taravilla tras haber llegado a sus manos el panfleto publicitando la verbena en
Santa Clara. Tampoco tiene desperdicio: “Ayer llegó a mis manos el apunte
anuncio –expone-. Por su estilo se comprende qué clase de personas andan con el
asunto, no muy recomendable ante la moral y la religión católica. La experiencia
de todos los días nos enseña que la modestia en el lenguaje y en casi todos los
actos deja mucho que desear en ocasiones análogas. Así honran a los santos los
españoles del día”.
Solo estamos al principio de la
“particular” misiva que el prelado envió al alcalde, ya que en el párrafo
siguiente conmina al susodicho regidor a que atienda a sus obligaciones: “Por
lo tanto –dice-, cumplía que no falte allí una persona de autoridad para
impedir ciertas libertades de rendición tan frecuentes, y si fuera posible
mandar a sus casas, llegada la hora, a todos los que no lo hagan por su propia
voluntad; tempranito debe recogerse con su familia el hombre y la mujer
honesta, séase de alta categoría o de clase humilde. Los abusos siempre son
punibles y cuando más repetidos, más detestables. ¡Cuántos disgustos se
evitarían si se pusiera la mano sobre el culpable y promovedor!”
Y remata José Tomás de Mazarrasa
recordando al alcalde que “mi cargo de mirar por el respeto debido a Dios y sus
santos, por el bien moral de las almas y, por consecuencia, por el orden y
adelantamiento social, me obligan a dirigirme a usted. Dispense y mande cuanto
guste”.
Cumplía con su obligación de
proceroso cura de almas e intentaba que las ovejas siguieran su camino y no se
descarriasen, pero, como tantas otras veces ha ocurrido, los fieles se obcecan
y acarran ante los placeres de esta vida. De la otra, no hay constancia. Bueno,
que yo sepa.
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