lunes, 3 de noviembre de 2014

Toros eclesiásticos

En el nombre del Padre, que fizo toda cosa,
Et de don Ihesuchristo, fijo de la Gloriosa,
Et del Spiritu Sancto, que egual d’ellos posa, (...)
Quiero fer una prosa en román paladino,
En qual suele el pueblo fablar a su vecino,
Ca non so tan letrado por fer otro latino.
Bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.

Estos versos del primer poeta español de nombre conocido, Gonzalo de Berceo, sirvieron de introducción al que considero uno de los mejores pregones que se han ofrecido en Ciudad Rodrigo –al menos, que yo haya escuchado o leído-, en su Teatro Nuevo o en otros escenarios, como espaldarazo al Carnaval del Toro. Los versos, pronunciados por el poeta, escritor y periodista Santiago Amón en 1988, reflejaban parte de la esencia de su discurso, hilvanado sin otros papeles que los que le dictaba la memoria y le guardaba el corazón. Fue un baluarte en la defensa y conservación del Teatro Nuevo, falleciendo en accidente de helicóptero meses después en la Sierra de la Cabrera. Sirva este recordatorio para mantener viva su memoria y la esencia del oficio de pregonero.

            Gracias Juan[1], presidente de lo que habéis llamado Asociación Gastronómica La Vaca Ventanera, por la breve puesta en escena de esta charleta, que así quiero llamar a esta comparecencia: una charla amistosa, entre amigos. Quienes me conocen, que sois prácticamente todos, sabéis que prefiero estar en la retaguardia, viendo, escuchando, meditando… rumiando lo que acontece en la vida diaria, que no deja de ser otra cosa que la esencia de mi oficio periodístico. Por eso, también me sorprende que ahora esté aquí, intentando leer unas frases que seguro estarán mal trabadas y que puede que os resulten tediosas. No es mi intención, pero si fuera así, por favor, que no se pague privándome de lo que Gonzalo y Santiago pusieron por delante: un “vaso de bon vino”.
            He dicho, entre amigos, que me pasma el arraigado oficio de pregonero que ha calado en Ciudad Rodrigo en los últimos años. No hay fiesta que se precie, no importa quién la organice, que no cuente con un pregón. No he tenido tiempo, tampoco me lo he propuesto, de contar los pregones que se dan en Ciudad Rodrigo al cabo del año, pero creo que llegan a varias decenas: los de Carnaval, el de Semana Santa, el del Martes Mayor, los de las asociaciones de vecinos… Y no sé por qué todavía no contamos con un pregón de Navidad, otro de Reyes, el de San Sebastián, el de San Antón, las Águedas o el de la romería a la Peña de Francia. Sin duda, sería otra cosa para Ciudad Rodrigo y seguro que serviría para algo que propongo desde aquí y que espero no sea tenido en cuenta: presentar la candidatura de Ciudad Rodrigo al Guinness World records, en román paladino, el Libro Guinness de los records, como fue conocido hasta el año 2000, como la localidad con mayor número de pregones al cabo del año. Sería, tal vez, una añadidura a nuestra densa y atractiva historia e idiosincrasia. Y además, y puede considerarse como otra propuesta, que también espero que caiga en saco roto, podríamos aumentar y adornar nuestro secular lema de “antigua, noble y leal” ciudad, con un cuarto título, el de “pregonera”.
Representación de un obispo apoyándose en el báculo para saltar al toro
            Bromas aparte, vayamos al meollo de la charleta. Los miembros de la Asociación Gastronómica La Vaca Ventanera, sin estatutos redactados todavía, tienen a bien reunirse los martes para dar cuenta del banquete de turno elegido, aunque considero que se trata más bien de una corrobla por los aires amistosos y festivos que, sin embargo, la constriñen. Tienen establecidas unas normas a la hora de animar la comida, evitando tocar temas que pudieran crear polémica en su seno. Voy a seguir la esencia de su ino­pinado régimen estatuario y solo voy a referirme en mi comunicación a lo que suele ser el eje de sus tertulias, de sus conversaciones y también de sus discusiones: el mundo de los toros y de sus polémicas locales, pero aderezándolo con un ingrediente diferente, consustancial a Ciudad Rodrigo en su historia y proyección, caso de la Iglesia y su vinculación con la tauromaquia. Con ello, la comanda está definida con un menú que espero sea de vuestro agrado, que lo degustéis en la medida y gusto de vuestros paladares y que si genera algún problema en su ingesta, es imprescindible, así lo deseo, que no alcance el atoramiento. En todo caso, sea cual sea su resultado, la culpa será siempre del cocinero.
            Quiero hablar de la relación de la tauromaquia, en sus diferentes facetas, con la Iglesia, con los eclesiásticos. Que las ha habido y muchas, para bien y para mal, que de todo hay en la viña del Señor. El menú que os presentó lo he bautizado como Toros eclesiásticos. No es un título original, es una copia del que publicó Francisco Asenjo Barbieri -compositor y musicólogo español, autor de célebres zarzuelas- en la revista La Lidia en un artículo publicado el 5 de abril de 1885. No obstante, aunque a veces recurra a algunas de sus reflexiones, intentaré aderezarlo con otros ingredientes que, espero, no distorsionen la esencia del menú ni generen pungencia alguna y acabe con el regusto que al menos he pretendido al guisarlo.
La Iglesia, sus regidores, velando por la moralidad de sus fieles, ha saltado al ruedo de los toros en varios momentos de la historia para intentar adoctrinar al pueblo en sus diversiones taurinas, aunque no siempre los resultados fueron los apetecibles. Sería prolijo, tampoco quiero ser exegeta, detenerlos en los rescriptos, bulas, breves, encíclicas o decretos dictados por algunos pontífices sobre este asunto. Pero sí quiero pararme un instante, por su trascendencia, en la bula De salutis grecis dominici que promulgó Pío V el 1 de noviembre de 1567 –inspirada en el Concilio de Trento- que venía a excomulgar a quienes participaran en las corridas de toros o corrieran encierros.
Pío V, por El Greco
            El citado papa, horrorizado por la crueldad de los espectáculos taurinos que se celebraban en Italia (principalmente en su modalidad de despeño por el Testaccio), Portugal, España, Francia y algunos países suramericanos, y tras encargar un informe sobre los mismos a diversos ilustres, en su mayor parte españoles, decide redactar la bula de prohibición. Pero sabe que, si bien en Italia no va a encontrar obstáculos para que se cumpla lo ordenado (en realidad, en Italia se prohíben de inmediato tales espectáculos) en el resto, y sobre todo en España, se va a producir una enconada oposición. Así, en Portugal tarda tres años en hacerse publica y solo consigue instaurar la costumbre, hasta ahora mantenida, de despuntar los cuernos a los toros para evitar peligro a los toreros; en Francia, donde tampoco fue nunca publicada, solo logró imponerse muchos años después y tras obligadas intervenciones de sus obispos (excepto en su zona sur, como es bien sabido); y en México, donde sí fue publicada y debatida por sus obispos, pero ignorada por los poderes públicos.
            Uno de los párrafos de la bula ilustra su sentido: “Por lo tanto –dice Pío V-, Nos, considerando que esos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y caridad cristiana, y queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio, y proveer a la salvación de las almas, en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, prohibimos terminantemente por esta nuestra Constitución, que estará vigente perpetuamente, bajo pena de excomunión y de anatema en que se incurrirá por el hecho mismo (ipso facto), que todos y cada uno de los príncipes cristianos, cualquiera que sea la dignidad de que estén revestidos, sea eclesiástica o civil, incluso imperial o real o de cualquier otra clase, cualquiera que sea el nombre con el que se los designe o cualquiera que sea su comunidad o estado, permitan la celebración de esos espectáculos en que se corren toros y otras fieras es sus provincias, ciudades, territorios, plazas fuertes, y lugares donde se lleven a cabo.” Además, continuaba el citado Papa, si alguien moría en el desarrollo de estos espectáculos taurinos, prohibía que se le diera sepultura eclesiástica. Por otro lado, prohibía también Pío V, “bajo pena de excomunión, que los clérigos, tanto regulares como seculares, que tengan un beneficio eclesiástico o hayan recibido órdenes sagradas tomen parte en esos espectáculos”.
            Pero a pesar de tan manifiesta voluntad de que su bula se cumpliera, en España ni siquiera fue hecha pública. Muy al contrario, Felipe II intentó, incluso con coacciones (recuérdese que en esta época El Vaticano solicita la alianza de España para acabar con el dominio turco en el Mediterráneo), que Pío V la derogase, sin conseguirlo. En realidad, dados los términos en que había sido redactada, no había ya posibilidad de derogación ni por su promulgador. Sin embargo, Felipe II no cejó en su empeño, y en cuanto Pío V murió, volvió a perseverar con su sucesor, Gregorio XIII, a quien presionó por medio de los embajadores españoles, logrando finalmente el 25 de agosto de 1585, poco antes de su muerte, que promulgase la encíclica Exponi nobis, cuyos términos no dejan de ser curiosos: levanta a los laicos la prohibición de asistencia a las corridas, pero ordena que tales festejos no se celebren en días festivos, y mantiene la prohibición de asistencia a los clérigos… Estos se sienten especialmente ofendidos y adoptan una actitud rebelde, hasta tal punto que algunos de los que imparten clases en la Universidad de Salamanca no solo asisten y promueven corridas de toros, sino que manipulan el contenido de la encíclica para que sus alumnos crean que la pretendida derogación también les alcanza a ellos.
Gregorio XIII, cuadro de autor desconocido
Informado Sixto V, sucesor de Gregorio XIII, de tales desobediencias, el 14 de abril de 1586 remite al obispo de Salamanca el breve Nuper siquidem, dándole “facultad libre y autoridad plena, tanto para que impidas las dichas enseñanzas [las que los clérigos impartían falazmente sobre la derogación de la bula de Pío V], cuanto para que prohíbas a los clérigos de tu jurisdicción la asistencia a los citados espectáculos. Asimismo, te autorizamos –dice Sixto V al obispo salmanticense- para que castigues a los inobedientes, de cualquier clase y condición que fueren, con las censuras eclesiásticas y hasta con multas pecuniarias recabando en su caso el auxilio del brazo secular para que lo que tú ordenes sea ejecutado sin derecho de reclamación ante Nos y ante nadie. No servirá de obstáculo para el cumplimiento de esta nuestra disposición, ninguna ordenación ni constitución apostólica, ni los estatutos de la Universidad, ni la costumbre inmemorial, aunque estuviera vigorizada por el juramento y la confirmación apostólica”.
Dicha constitución fue recurrida por los clérigos de la universidad salmantina ante el rey, para que este solicitara su derogación al papa, pero curiosamente Felipe II no la diligenció, posiblemente por suponer que no tendría efecto ante Sixto V, papa especialmente rígido e independiente, y preferir aguardar a una mejor ocasión.
Pero a Sixto V le sucede Gregorio XIV, quien tampoco se muestra dispuesto a ceder a las presiones, por lo que Felipe II y los clérigos salmanticenses deben esperar al papado de Clemente VIII, del que, por fin y tras muchas gestiones que tardaron cuatro años en concluir, el 3 de enero de 1596 consiguen el breve Suscepti muneris, que pretende derogar la bula de Pío V.
A partir de ese momento deben transcurrir 84 años y ocho papados antes de que vuelva a producirse alguna intervención oficial pontificia sobre el asunto taurino. Efectivamente, el 21 de julio de 1680 el papa Inocencio XI, bien conocido por su lucha con-tra el nepotismo, remite un breve a través del nuncio en España memorando la vigencia de las prohibiciones pontificas al respecto. Dicho breve llega a manos del rey Carlos II con un escrito del cardenal Portocarrero, recordándole “cuánto sería del agrado de Dios el prohibir la fiesta de los toros…” Posiblemente, por la crítica situación de la monarquía española en esos momentos, no se tienen noticias de cualquier efecto de este último documento.
Pero la prohibición de asistencia a los clérigos a las corridas vuelve a recapitularse en el código de Derecho Canónico, canon 140 (“No asistirán a espectáculos… en que la presencia de los clérigos pueda producir escándalo…”); y en el código vigente, canon 285 (“Absténganse los clérigos por completo de todo aquello que desdiga de su estado, según las prescripciones del derecho particular.”), quedando pocas dudas de su alcance a los espectáculos donde los animales sufren crueles maltratos; o en declaraciones como las del cardenal Gasparri, secretario de Estado del Vaticano, quien en 1920 escribía: “La Iglesia continúa condenando en alta voz, como lo hizo la santidad de Pío V, estos sangrientos y vergonzosos espectáculos”; o monseñor Canciani, consultor de la Congregación para el Clero de la Santa Sede, quien en 1989 declara la validez de la citada bula.
Estos datos históricos sobre la influencia de la Iglesia en los espectáculos taurinos, tomados y bebidos de la inagotable fuente que significa Internet, se complementan con algunos hechos vinculados directamente con algunos hechos vinculados directamente con la Diócesis civitatense. Por citar tan solo dos ejemplos próximos en el tiempo -hablamos de final del siglo XIX y primer tercio del siglo XX- recordaremos la manifiesta y tajante oposición que ejerció el administrador diocesano José Tomás de Mazarrasa, quien, refiriéndose a la afluencia de público a las corridas organizadas en Salamanca, afirma en 1886 en el boletín eclesiástico del Obispado -como recogió Tomás Domínguez en un artículo para la revista El papel de la efepé en 2002-, que “millares de personas han afluido a Salamanca con el ansia, la fascinación y el loco pensamiento de asistir a las corridas. Duélenos en el alma que tanto se haya arraigado entre nosotros una diversión justamente calificada de bárbara por los extranjeros, repugnante al buen sentido común, peligrosa en sus juegos, funesta para la moral y contraria al espíritu cristiano”.
Y respecto al maltrato que reciben los animales en el ruedo, en este caso los caballos, se pregunta Mazarrasa: “¿Habrá escenas más repugnantes en la vida, que más asco puedan producir y que más repruebe toda persona bien educada, que presenciar cómo corre la sangre de los caballos por el redondel –recordad que entonces no llevaban peto-, cómo aquellos animales arrastran y pisan sus mismos intestinos y cómo, a veces, revuelcan los toros en esas inmundicias a los pobres picadores?”
Tampoco salen bien parados los toreros ni el público. El obispo no entiende que el público aplauda a quien expone su vida, sagrada desde el punto de vista religioso, cuyos seguidores provocan tumultos de diversa consideración y cuya vida no suele ser demasiado edificante en muchas ocasiones y que, además profanan las fiestas religiosas con las corridas de toros. Al respecto, citamos también la polémica que mantuvo en 1927 el administrador diocesano civitatense Silverio Velasco, paisano de nuestro prelado, sobre la extensión de los festejos taurinos del Carnaval mirobrigense al Miércoles de Ceniza.
Entrada del prelado Silverio Velasco en Ciudad Rodrigo
Se había hecho costumbre -“inveterada” se apuntaba en algún escrito- en los primeros años de la década de los años 20 del pasado siglo que el Miércoles de Ceniza hubiera también toros, más bien eran vaquillas. La costumbre se instauró, entre otras cosas, por la afición taurina del entonces alcalde, Calixto Ballesteros, y tras suspenderse los festejos taurinos de un Martes de Carnaval. Esto fue antes de que Silverio Velasco recalase en Ciudad Rodrigo. Al tomar contacto con su grey, se sorprendió de la profanación que se hacía el primer día de la Cuaresma en Ciudad Rodrigo, con el beneplácito de las autoridades. Lidió con ellas, y pese a que “mi intención era –dice el prelado en una carta enviada al gobernador civil de Salamanca- convencer con amistosas razones al señor alcalde y concejales de la inconveniencia de esa cuarta capea, con toda la comitiva de profanidades que lleva consigo, en el día para los cristianos más opuesto a estas diversiones, después del Jueves y Viernes Santo.”
Hasta entonces sus argumentos habían caído en saco roto. Pese a que en algún momento pareció alcanzar un acuerdo con el Ayuntamiento, este siempre, a última hora, daba marcha atrás, al parecer, y seguimos a la letra al obispo arandino, porque “dicen y alegan que el pueblo es muy bruto y que en la tarde del martes, con la embriaguez de tres días, son capaces de cualquier barbaridad si no se apaciguan sus gritos con la concesión de una corrida más”, refiere al gobernador.
La perseverancia de Silverio Velasco hizo que en 1927 se acabase con la tradición de correr toros en el Miércoles de Ceniza. No obstante, como todos sabéis, en distintos momentos, por la insistencia de los aficionados y la complicidad de la autoridad, se han dado cenizos. Aquella costumbre, después de unos desagradables incidentes a final de los años setenta, fue perdiendo entidad hasta prácticamente darse ya por desa-parecida en estos momentos.
Pero dejemos de lado esta faceta negativa de la relación de la Iglesia con los toros. En la hagiografía encontramos relatos de naturaleza taurina en la que se han visto implicados santos y santas, incluso la Virgen María o Jesucristo, algunos de ellos vinculados con la tierra salmantina. A ellos nos referiremos más adelante. Ahora no quería dejar pasar la oportunidad de traer a colación una historia legendaria que en su día me llamó la atención. Se refiere a la construcción y forma que tiene la cerca medieval de Ciudad Rodrigo, que, por si no lo sabéis, dice la leyenda que fue construida con la conversión en dinero de una cabeza de toro, de oro macizo, encontrada cerca de la ciudad mirobrigense.
Un torero con atuendo de obispo en la suerte de banderillas
Unos dicen que se parece a una barca, otros que se asemeja a una almendra. Y hay quien afirma que la muralla medieval de Ciudad Rodrigo representa el origen de su erección: dos cuernos engarzados, espejo del hallazgo de un cornúpeta de oro en Sexmiro por un tal Juan de Cabrera y que sirvió para levantar la mayor parte de sus muros.
Cuentan las crónicas que Fernando II, después de derrotar a los moros en la célebre Batalla de la Paloma, decidió recomponer la muralla. La leyenda, viva todavía en los albores del siglo XVII, apuntaba, sin embargo, a la bonhomía del descubridor de un tesoro que derivó el valor de su hallazgo para la construcción de los muros mirobrigenses, un carácter legendario que da un valor mítico a la erección del amurallamiento de Ciudad Rodrigo, aunque para el prebendado Antonio Sánchez Cabañas sea solo “patraña de viejos”.
Corría el último tercio del siglo XII cuando el tal Juan de Cabrera descubre en Sexmiro un tesoro: una cabeza con cuernos y un cabrito, ambos de oro macizo. Su implicación en la defensa de Ciudad Rodrigo, principalmente de sus moradores, le llevaría a emplear el valor de su hallazgo en la construcción de unos muros de tapiería argamasada de cal y guijarros, que a la postre formarían un circuito de unos 2.250 metros, con una altura de 8,36 metros y un ancho de 2,10 metros, equivalencia de las varas, pasos, pies y tapias de la época.
En 1618 Gil González Dávila relata la creencia popular de que Juan de Cabrera, artífice de la construcción de la muralla, fue un dadivoso personaje que empleó su fortuna en la construcción del amurallamiento y que, como reconocimiento, fue enterrado en un lucillo de la desaparecida iglesia de San Juan Bautista, en donde en 1904 se levantó el cuerpo lateral de la Casa Consistorial: “Dizen sus moradores [de Ciudad Rodrigo], que la mayor parte de sus muros se edificaron con el valor de un tesoro que se halló en Sesmiro. Confirman esta verdad, con mostrar en la Parroquia de san Iuan un lucillo donde está enterrado el que se halló este tesoro, que le ofreció al seruicio de la Patria, dando defensa a su gente”, explica González Dávila.
Y así, transformando en dinero el valor del cornúpeta y el cabrito de oro, Juan de Cabrera levantó la muralla de Ciudad Rodrigo. Y, como constatación del origen y esencia del tesoro, tiene forma de encornadura.
Una muralla con forma de cuernos. ¡Qué barbaridad! Lo que nos faltaba a los mirobrigenses, tan apegados a lo taurino. Pero, tras este paréntesis, regresemos a las relaciones de la Iglesia con el mundo de los toros a través de lo que podríamos tildar de hagiografía taurina.
Señalan Paco Domingo y Alejandro Recio, dos investigadores y divulgadores de la tauromaquia en España, que una evidencia del arraigo del arte de lidiar los toros en nuestro acervo cultura “son las continuas relaciones entre el hecho religioso y la tauromaquia. Muchos son los milagros referenciados a lo largo de nuestra la historia del arte y la literatura, donde la presencia del toro aparece como el protagonista de la escena o historia religiosa. Muchas veces, es la fiereza del toro sometida por la voluntad del santo, la que sirve de medio para manifestar el poder de Dios a través de las manos o deseos impuestos a la fiera. La víctima inocente, es finalmente salvada de la muerte segura gracias a la intercesión del santo; y son los méritos y las virtudes del santo, las que son merecedoras de la intervención divina, manifestada mediante el milagro taurino”.
“La descripción del hecho milagro es una forma de declaración de la santidad de algunas eminencias eclesiásticas, mediante su capacidad de dominio de la bravura del toro, gracias a la intercesión divina desde el cielo”.
Y recuerdan estos periodistas que “entre los toreros existe una manifiesta religiosidad, debe ser la profesión más creyente de todas. Cuando el torero entra en el recinto de la plaza, lo primero que hace es visitar la capilla para orar y solicitar protección de sus vírgenes y santos preferidos”.
Exvoto del Cristo de Torrijos
Recordemos, con algunos ejemplos, la intercesión divina y milagrosa en la tauromaquia. Y empezamos por arriba, por Jesucristo en su advocación del Cristo de Torrijos. La tradición de este pueblo de Toledo cuenta cómo un picador estando en peligro de ser cogido por el toro, reza al Cristo y este realiza un pase con su mano evitando que el torero fuese atropellado”. Y de la Virgen María viene la primera verónica descrita. Lo cuenta Gonzalo de Berceo en los Milagros de Nuestra Señora en pleno siglo XIII. Un toro diabólico embistió a un clérigo beodo que, al verse en apuros, se encomendó a Nuestra Señora. La Virgen le hizo un quite de ‘verónica’ al furioso animal con la falda del manto. La Virgen le mandó confesarse sus pecados, lo que hizo al día siguiente.
Diferentes advocaciones de la Virgen María han tenido también relaciones con la tauromaquia. Una de ellas es la Virgen del Toro, patrona de Menorca. Así nos lo cuentan Paco Domingo y Alejandro Recio: “Según cuenta la leyenda, en el siglo XIII una noche un anciano padre de la orden de Santa María de la Merced vio una columna de luz resplandeciente que iluminaba el cielo, desde la cima del monte. Este hecho se repitió noches sucesivas. A la noche siguiente, los monjes de la comunidad subieron en procesión hasta la cima del monte Toro. Pero la ascensión se hacía cada vez más penosa y difícil, a lo que había que añadir que tampoco sabían muy bien qué camino seguir para llegar a lo alto”.
“De repente les salió un toro furioso con intenciones claras de arrancarse, pero al ver el toro la cruz de guía procesional y los crucifijos que portaban los monjes, se amansó y los guió monte arriba entre la densa maleza. El camino se interrumpió debido a unas enormes piedras que impedían el paso de la procesión. La sorpresa fue mayúscula cuando los monjes vieron al toro embestir con todas sus fuerzas con su poderosa cornamenta contra las piedras, quedando entonces el camino completamente libre. Desde entonces, este lugar es conocido como el pas del bou (el paso del toro). Al llegar a la cima, el fiero toro se inclinó ante la entrada de una cueva de la que salía una luz y en ella encontraron la imagen de la Virgen con el niño Jesús en brazos”.
“Los monjes trasladaron la imagen al convento, pero al día siguiente desapareció la imagen y la apareció en el mismo lugar de la cueva de la cima del monte. Ante este suceso los monjes entendieron que esta era la voluntad de la Señora y en consecuencia construyeron allí un convento a donde se trasladó la orden de la Merced”.
Más cercano a nosotros, en Palacios del Arzobispo, encontramos otro milagro taurómaco. En el paraje conocido como La Vega, cerca de esta población salmantina, “cuenta la leyenda que todos los días al atardecer, un toro semental se ausentaba de la manada durante dos o tres horas. Por la frecuencia del hecho, el mayoral de la ganadería decidió investigar qué pasaba. Un día siguió al semental comprobando que el toro saltaba la pared de piedra que había y comenzaba a escarbar en la tierra con los cuernos y las patas. Esto lo hacía durante un buen rato, y más o menos fatigado, regresaba a la dehesa donde se encontraba nuevamente con la manada. El mayoral ayudado de los vaqueros de la finca, decidieron profundizar en la tierra, justo donde el toro ya había hecho el hueco. Apenas iniciada la excavación, apareció una imagen de la Virgen, tallada en piedra, de unos noventa centímetros de altura, con la imagen de un niño en sus brazos. Posteriormente y en honor la talla de la Virgen, se erigió una ermita en la zona del descubrimiento para venerar a la a la Virgen la Vega.
Representación del milagro de San Pedro Regalado
Y así podríamos continuar con otros relatos en con protagonismo de la Virgen y del toro. Pero nos extenderíamos en demasía y, consecuentemente, no voy a detenerme en el santoral, que es muy amplio en esta materia y con protagonistas con historias o leyendas sugerentes, caso de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Francisco Solano o San Pedro Regalado, aunque este, por su proyección como patrono de los toreros merece que recordemos su vínculo con la tauromaquia. Se cuenta que saliendo San Pedro Regalado del convento del Abrojo para Valladolid, sin saber que hubiese fiesta de toros, se escapó uno de la plaza y le acometió furioso. El santo, después de implorar al cielo, le mandó se postrase y lo ejecutó rendido. Quitóle el santo las garrochas y echándole la bendición le mandó que se fuese sin que hiciese mal a nadie, lo que ejecutó el bruto.
Para concluir este apartado, no podemos menos que hacer referencia al toro de Plasencia. En un documento literario y pictórico que se conserva en la biblioteca del monasterio de El Escorial, un códice del siglo XIII que recoge e ilustra las Cantigas de Santa María, del rey Alfonso X el Sabio, en la cantiga 144, se relata un supuesto milagro ocurrido con ocasión de la celebración del rito del Toro Nupcial. Importante resaltar que es la primera vez que se relata el rito del toro nupcial, tan arraigada durante siglos y extinguida a finales del siglo XIX.
Ilustración de la cantiga de Alfonso X sobre el toro de Plasencia
El rito del Toro Nupcial se desarrollaba el día de la boda o la víspera, cuando el novio y sus acompañantes cazaban en el monte un toro salvaje y el novio y su cuadrilla conducían al toro por las calles del pueblo, llevándolo toreando hasta la puerta de la casa de la novia y se mataba allí, por el novio, generalmente por medio de banderillas acondicionadas para el hecho, adornadas por la novia con telas de colores.
Con el toro muerto en la puerta de la prometida, el amante se impregnaba las manos de sangre y a continuación manchaba con ellas el pañuelo de la novia o su vestido nupcial, rito de la fecundación, alegoría a la fuerza genésica del toro y también a la pérdida de la virginidad. La cántiga nupcial, no relata la ceremonia del toro sino que manifiesta del poder de Santa María sobre el toro como bestia peligrosa.
La cantiga cuenta que un caballero que debía casarse mandó que le trajesen toros para celebrar su boda, que eligió el más bravo entre todos y ordenó que lo corriesen en la plaza de Plasencia. Un hombre incauto atraviesa la plaza para visitar a Mateo, un clérigo amigo, y es sorprendido por el toro que arremete contra él. El clérigo viendo el peligro reza a la Virgen. El hombre, corriendo, consigue salvarse de la muerte ya que el toro resbala y cae en tierra. Cuando se levanta se ha convertido en manso.
Esta conversión de bravura a mansedumbre nos lleva al postrero asunto de esta disertación, que de charleta ya no tiene nada. Quiero traer a colación la celebración del denominado Toro de San Marcos, en la que Ciudad Rodrigo, junto con Trujillo, la alta Extremadura o la provincia de Zamora, fueron los referentes. Cierto es también, sin embargo, que en la Diócesis civitatense apenas hay templos advocados a San Marcos; solo los encontramos en Cerezal de Peñahorcada, La Fregeneda y en Guadapero. En Ciudad Rodrigo, según el becerro de la Catedral de 1389, también hubo una iglesia dedicada al evangelista San Marcos, que se encontraba entre las puertas del Sol y del Conde, a la altura aproximada de lo que hoy se conoce como pista de Bolonia.
Cierto es también que salvo un rescripto de Clemente VIII no hemos encontrado referencia documental sobre la vinculación del Toro de San Marcos con Ciudad Rodrigo, aunque el arqueólogo Juan Carlos Olivares, en un estudio sobre el dios indígena Bandua y el rito del Toro de San Marcos, documenta que existe una inscripción latina en nuestra ciudad, con dudas sobre su procedencia –Ledesma para unos, el norte de Cáceres para otros- , en el que se pone de manifiesto que Ciudad Rodrigo era uno de los lugares en que se celebraba la liturgia del toro, como también lo señala Julio Caro Baroja en Ritos y mitos equívocos.
El Toro de San Marcos es, por antonomasia, el exponente del toro eclesiástico. De esta celebración se ocupó extensamente fray Benito Jerónimo Feijoo en su Teatro crítico universal. Afirmaba este ilustrado que “notorio es a toda España el culto (si se puede llamar culto) que al glorioso evangelista San Marcos se da en su día en algunos lugares de Extremadura, aunque el modo con que se refiere es algo vario. Lo que comúnmente se dice, es que la víspera de San Marcos los mayordomos de una cofradía, instituida en obsequio del santo, van al monte donde está la vacada, y escogiendo con los ojos el toro que les parece, le ponen el nombre de Marcos, y llamándole luego en nombre del Santo evangelista, el toro sale de la vacada, y olvidado no solo de su nativa ferocidad, mas aún al parecer de su esencial irracionalidad, los va siguiendo pacífico a la iglesia, donde con la misma mansedumbre asiste a las vísperas solemnes y el día siguiente a la misa y procesión, hasta que se acaban los divinos oficios, los cuales fenecidos, recobrando la fiereza, parte disparado al monte, sin que nadie ose ponérsele delante. Entretanto que está en la iglesia, se deja manejar y hacer halagos de todo el mundo, y las mujeres suelen ponerle guirnaldas de flores y roscas de pan en cabeza y astas... A algunos oí decir –dice Feijoo- que no el mayordomo de la cofradía sino el cura de la parroquia, vestido y acompañado en la forma misma que cuando celebra los oficios divinos, va a buscar y conjurar el toro”.
Fray Benito Feijoo
Y más adelante señala alguno de los inconvenientes que generaba esta celebración: “La gente mira más al toro que al sacerdote y altar, o, por mejor decir, en el toro pone toda la atención; muchachos y muchachas están en continuados juguetes con él: con esta ocasión, todo el templo incesantemente resuena con risadas, y no pocas veces el sagrado pavimento se ensucia con las inmundicias del bruto”.
Afirma Barbieri que “el Toro de San Marcos solía ser causa de muchos disgustos. Cuando al animal se le antojaba no obedecer al mayordomo de la cofradía, las gentes del pueblo daban par sentado que esto sucedía porque el tal mayordomo sería descendiente de judíos. En otra ocasión, en que el cura párroco de un pueblo poco distante de Zamora fue revestido, y con todo el aparato de iglesia, a buscar al toro, que se hallaba encerrado en un corral, como llamase al animal por el nombre de Marcos, y él no respondiera sino con bufidos y ademanes de acometerle, no siendo al fin posible llevarlo a la iglesia para la fiesta, las gentes del pueblo dijeron que la resistencia del toro provenía de que el cura estaba en pecado mortal. Acostumbraban también los cofrades de San Marcos, concluidas las vísperas, sacar al toro por las calles del pueblo, haciéndole entrar en las casas; y cuando el animal no quería penetrar en alguna, todos pronosticaban, como si lo hubieran oído a un oráculo, que a aquella casa, o a los que en ella vi-vían, les amenazaba una próxima calamidad”.
Recuerda igualmente este ilustre compositor que “la asistencia del toro a la procesión dio lugar también, no pocas veces, a graves desórdenes. En tiempo del mismo Feijoo ocurrió en la villa de Almendralejo que, marchando la procesión, de repente se enfureció el toro, acometió a las andas en que iba la imagen de San Marcos, las echó a tierra, y rompiendo por medio de la gente, aunque sin hacer daño a nadie, se escapó”.
Al considerar estos desacatos y desórdenes, se preguntaba Barbieri, cómo ciertos prelados consentían que continuase el rito del Toro de San Marcos. A lo cual contesta el mismo Feijoo con estas notables palabras: “En varios casos dicta la prudencia permitir algunas cosas absurdas, por evitar mayores inconvenientes, y es natural se encontrasen estos en el empeño de retraer al pueblo de la continuación de un rito, que contempla como canonizado por la antigüedad de la costumbre, y que por consiguiente acaso miraría la prohibición como un injusto atropellamiento de su derecho posesorio”.
Francisco Asenjo Barbieri

Este párrafo es tanto más notable –y seguimos a la letra a Barbieri- cuanto que conocía Feijoo el rescripto del papa Clemente VIII, dirigido al obispo civitatense Martín de Salvatierra, quien había cursado una pregunta al pontífice, y este le contesta condenando la práctica del Toro de San Marcos por supersticiosa, escandalosa e indecente. El rescripto no sirvió para terminar con el Toro de San Marcos, aunque las afirmaciones en él vertidas, difundidas sobre todo por los teólogos que no veían con buenos ojos el festejo, llegaron a los más apartados rincones.
“Véase cuán difícil es desarraigar antiguos abusos o preocupaciones populares. Sin embargo, Feijo contribuyó poderosamente a desterrar el susodicho rito del toro, atacándolo, no tanto en nombre de la teología, cuanto en el de la filosofía o del sentido común”, sostiene Barbieri.
El investigador extremeño José María Domínguez, en un denso artículo publicado en el número 80 de la Revista de folklore, en referencia al supuesto amansamiento del toro, señala que “al lado de las dos razones expuestas de amansamiento del toro, cuales son el hecho milagroso defendido entre otros por los cronistas franciscanos y de la intervención diabólica, nos topamos con alguna hipótesis más realista que es necesario analizar. La teoría de la embriaguez del astado fue expuesta por el doctor Andrés Laguna en el siglo XVI y tomada en consideración por varios teólogos que copian en este punto al autor del Dioscórides. Apunta Laguna que ‘en algunas partes, la víspera de San Marcos suelen tomar un ferocísimo toro y emborracharle con el más fuerte vino que hallan, no dándole a comer ni beber cosa; de suerte que por esta vía le reducen a tanta mansedumbre y blandura...’ Curiosamente es Laguna, me temo que sin haber sido testigo ocular del hecho, el primero que menciona la embriaguez del toro, copiándolo en este punto algunos cronistas conocedores de su obra. Sin embargo, los ignorantes de sus escritos jamás señalan la borrachera como el método de reducir al astado, a pesar de que bastantes de ellos hubieran echado mano de tal teoría para desprestigiar el ridículo de la fiesta”.
La línea crítica contra la celebración del Toro de San Marcos tuvo su referente, como estamos apreciando, en los ilustrados, que cargaron sobre “manifestaciones externas de piedad tachadas de supersticiosas”, afirma Domínguez. Este autor señala también que “tras la firma del concordato de 1753 los reyes borbones procedieron a lo largo de todo el siglo XVIII a la abolición de una serie de tradiciones seculares que a los ojos de sus asesores estaban cargadas de cierta heterodoxia. Con el Toro de San Marcos pasan a mejor vida bastantes romerías, empalados y disciplinantes de las procesiones de cuaresma, danzas de Corpus y otras. A la cuenta de Fernando VI hay que apuntar el mazazo al Toro de San Marcos. Su orden de supresión del festejo está fechada en Madrid el 3 de febrero de 1753”. José Luis Yuste –que creo que todos conocéis- en el libro Tradiciones urbanas salmantinas, inserta la carta enviada por el rey al obispo de Salamanca, José Zorrilla de San Martín, carta extensible a los responsables de las diócesis de Ciudad Rodrigo y Extremadura. La misiva no tiene desperdicio:
“Ilmo. Sr.: Haviendo sido servido S.M. remittir al Consexo escritta representtación a fin de que diesse la providencia conveniente a que cessasse enteramente, y se quitase de raíz la ceremonia supersticiosa observada en los Pueblos de Estremadura, y en algunos de la provincia de essa ciudad, en los que la víspera, o día de san Marcos por las cofradías de estta advocación, cura, religioso, y escribano se saca un toro de la bacada, llamándole Marcos, y llebándole después a la iglesia en processión, y ahún a las casas para lograr mayores limosnas, y conviniendo remediar semexante abuso ttan perjudicial a las buenas costtumbres, mal sonantte a la veneración y decencia ttan debido a las iglesias, además de resistirlo y esttar prevenido por ley del Reyno, que no entrren en ellas bestias algunas: Ha acordado el Conxeso que los corregidores de Estremadura, y essa Ciudad con las mas grabes penas, y multas a las justicias, y cofrades de los pueblos de su distrito, y donde hay estte pernicioso abuso no saquen ni lleben en manera alguna la víspera, en día de san Marcos el Toro de las Bacadas, ni de ottra parte, no enttre en la iglesia para processión ni monstrarlo en manera alguna en las casas, ni ahún emmaromado, y ha mandado prebenga a V. I. que como en estta escandalosa función, se mezclan clérigos y religiosos, para que más bien ttenga obserbancia la providencia, disponga V.I. se contengan las personas de su fuero, que con demasiada ignorancia, no han reflexionado los engaños que hai en esttas maniobras ni gravissimos perjuicios, que de su concurrencia se siguen a los pueblos, que ttienen por milagro lo que no es ni hai mottivo de que sea por ser solo una diabólica invención...”.
Fue el finiquito a la tradición del Toro de San Marcos en el oeste español, aunque, si nos atenemos a lo que relataba el periodista Vicente Moreno Rubio en 1927, en un artículo publicado en el diario cacereño Nuevo día, esta celebración siguió vigente en Portugal hasta entrado el siglo XX. En la aldea portuguesa de San Marcos –el nombre ya lo delata-, fronteriza con Valencia de Alcántara, mantenían la costumbre de “que todos los años entrara en la iglesia un novillo, estando llena de fieles y sin hacerles daño”. Y nos lo describe al detalle lo que acontecía, pues fue observador directo: “Las campanas y cohetes anuncian la fiesta, y el público empieza a tomar posiciones a la puerta por donde ha de entrar el animal, y que a pesar de la aglomeración yo debí madrugar, puesto que presencié la ceremonia... con alma y sentidos abiertos”, refiere.
“Quince o veinte hombres forzudos y altos, con el pantalón de paño de distintas clases, muy estrecho y terminado en forma de trabuco; chaqueta muy ceñida y corta; sombrero, enormemente anchas las alas y diminuto el casco, unos, y gorro de lana terminando en borla y que al doblarse cae sobre la oreja, otros; y todos con unos garrotes más altos que ellos, hacen corro a las reses, que han traído junto a la puerta de la iglesia, para separar las que no son necesarias, quedando solamente la que ha de servir para la ceremonia, y asomando en ese instante por la puerta la venerable figura del sacerdote, con el hisopo en la diestra, al que le acompaña el sacristán, con el cacharro del agua bendita. Un silencio sepulcral y unos rezos del sacerdote (que yo presumo ser bautizo o bendición del animal –apunta-), por cuando al terminar dice en voz grave: ‘Entra Marcos, entra Marcos’, nombre que sin dejar de echar agua bendita repite hasta que el becerro entra en el templo; esto, como es natural, lo hace desde una distancia prudencial y teniendo en cuenta que para entrar en la iglesia ha de subir un escalón. El becerro trata de escapar, pero los que le hacen corro, le hacen desistir con sus garrotes, hasta que siguiendo al sacerdote penetra en el templo y por una calleja que forman los fieles sube hasta el altar mayor, volviendo enseguida a salir a la calle por el mismo sitio".
Toro de San Marcos. Dibujo de Pablo Moreno Alcolado
Bien, abocados al dicho de que lo que no conmueve la conciencia, mueve el culo, tras lo dicho, solo una observación vinculada al Toro de San Marcos y su supuesta o sobrevenida mansedumbre. No lo digo yo, que también; lo dijo Asenjo Barbieri en el citado artículo de La Lidia sobre los toros eclesiásticos: “Para significar que un hombre se casa –afirma-, suele decirse vulgarmente que el tal entra en la cofradía de San Marcos. ¿Traerá su origen este dicho de la mansedumbre del toro en la referida fiesta?... Dado el genio picaresco y epigramático de los españoles, es muy posible; y aún la comparación puede resultar completamente exacta, si se considera que en la numerosa falange de maridos, como en la de toros de San Marcos, si bien hay muchos muy mansos durante toda la función, los hay también que, a lo mejor, embisten y derriban al santo, y se escapan al monte”.
Y ahora, para rematar y como dijo Juan del Enzina, algo que viene a ser la esencia de la Academia Gastronómico-cultural La Vaca Ventanera:

Hoy comamos y bebamos
y cantemos y holguemos
que mañana ayunaremos.

Por honra de Sant Antruejo.
parémonos hoy bien anchos.
Embutamos estos panchos,
recalquemos el pellejo:
que costumbre es de concejo
que todos hoy nos hartemos,
que mañana ayunaremos.

Honremos a tan buen santo
porque en hambre nos acorra;
comamos a calca porra,
que mañana hay gran quebranto.
Comamos, bebamos tanto
hasta que reventemos,
que mañana ayunaremos.




[1] El artículo es en realidad una charla ofrecida por autor de este blog el 29 de enero de 2013 en el restaurante Tamborino II, de Ciudad Rodrigo, para la Academia Gastronómico-cultural La Vaca Ventanera.

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