martes, 11 de noviembre de 2014

Patrimonio esquilmado

Aunque no haya que darle demasiada trascendencia a los comentarios, en la mayoría de las ocasiones sin asiento real, sin fundamento demostrable, considero necesario valorar en su justa medida ciertas informaciones que se van nutriendo de experiencias propias y ajenas y que, por su reiteración, acaban cruzando el umbral de la incredulidad para darle el beneficio de la duda.

          Me estoy refiriendo al patrimonio oculto o desaparecido, el visto y no visto. Son restos arqueológicos cercenados por la incuria de quienes deberían haber velado por su conservación, estudio y difusión. No ha ocurrido ahora, que tal vez también esté sucediendo sin que nos enteremos; pasó hace años, décadas incluso, y todavía trascienden los comentarios, no sé si con cierto prurito de satisfacción por haber vulnerado la ley y quedar impune la felonía o, quizá, por la nula relevancia que se le da al hallazgo.
        Quienes han estado a pie de obra, con la excavadora o una simple pala, cuentan un sinfín de anécdotas sobre el particular que nos ocupa. Ignoran –sin duda lo saben- que han sido cómplices de la destrucción o incautación de un bien cultural que podría haber engrosado el acervo mirobrigense, privando a la ciudadanía de su disfrute y a los investigadores de avanzar en el conocimiento de las culturas que sembraron el Ciudad Rodrigo que hoy conocemos.
     Hace unos días, en una de esas conversaciones de barra –tan frecuentes y tan enriquecedoras en ocasiones-, salieron a colación esas prácticas destructivas o aniquiladoras del patrimonio mirobrigense. Quien hablaba lo hacía en primera persona, como testigo que fue de los hechos. Solo cumplía lo que le tenían encomendado. Sin más, ya que, increíblemente, no había prescripciones para el seguimiento técnico de las obras o, en el caso que las hubiera, se incumplían. Lo del adverbio puede que sea excesivo, ya que las administraciones hasta hace relativamente poco tiempo eran más bien disolutas en este campo, incluso lo siguen siendo en la actualidad si no hay alguien que les recuerde su cometido, su función de vigilante del cumplimiento de la ley del patrimonio histórico y cultural.
           Desde 1944 Ciudad Rodrigo, el casco urbano intramuros, está declarado conjunto histórico-artístico y desde hace unos años se ha extendido la protección hasta el Teso Grande de San Francisco. Durante esos 70 años Ciudad Rodrigo se ha transformado en gran parte con la creación de nuevo núcleos o la sustitución de inmuebles. Específicamente en este campo, en la reconstrucción inmobiliaria, es donde las felonías han sido frecuentes gracias a la negligencia de quienes debían haber velado para evitarlas.
Edificio del antiguo cuartel y convento de Sancti Spíritus
     En el recuerdo está la destrucción del convento de Sancti Spíritus, reconvertido en cuartel hasta que los mílites abandonaron Ciudad Rodrigo. Su solar, una vez arruinado y destruido el viejo cenobio de terciarias franciscanas, fue ocupado por unos bloques de viviendas que no dejan de ser una afrenta en la silueta del conjunto mirobrigense, aunque tampoco fuera muy agraciada la imagen con el propio cuartel de caballería. Aún recuerdo la increíble destrucción de la iglesia advocada a Nuestra Señora de Hungría, el último elemento de la aniquilación del citado convento. Aprovechaba el recreo del instituto para acercarme a ver cómo iban desapareciendo estructuras, cómo se arruinaban muros históricos, cómo se profanaban las sepulturas sin miramiento alguno... No hace tanto tiempo de aquello. Nos retrotraemos a la época del cambio de régimen, en la transición de la dictadura a la democracia. Quienes pudieron, a quienes se lo permitieron, no tuvieron reparo alguno en quedarse lo que consideraron de valor. Tan solo, y no completa, se obligó a conservar la portada de la capilla, que estuvo abandonada hasta que se decidió, considero que sin fortuna, incrustarla en el edificio construido para albergar los juzgados. No se recuperó el escudo central que remataba la obra. Fue sustraído, donado o vendido a un particular para enriquecer su casona en la finca de turno.
            En la primera ubicación del monasterio de Sancti Spíritus junto a la cerca mirobrigense, en el entorno de los toriles de San Pelayo, cuando el ayuntamiento permitió construir los chalés existentes, tampoco se hizo seguimiento alguno del subsuelo, en donde emergieron con los gavias de la cimentación innumerables vestigios de la traza del citado cenobio. Al menos quedaron sepultadas para que en otros tiempos puedan estudiarse.
Portada de la capilla del cuartel
          No ocurrió lo mismo con las obras realizadas en el entorno del convento de San Francisco. En las últimas hubo un conato de seguimiento arqueológico que no sirvió para mucho, pero cuando a principios de los años noventa se hizo el edificio ubicado a la derecha de las capillas franciscanas, se ocuparon de que nadie más que los propios trabajadores y los técnicos contratados para tal fin fueran testigos de lo que pudiera haber aparecido, de su recuperación o destrucción. El contorno de la obra se protegió de cualquier inquisidor o curioso que entorpeciera las labores pretendidas. No sé si es una leyenda urbana, pero recuerdo que alguien, muy próximo a la obra, en su día me lo contó. Ignoro si fue verdad o no lo que me dijo. Me imagino que no, porque si fuera verdad diría muy poco de su catadura moral o puede que simplemente estuviera anclado en la necedad.
         Comentó que había aparecido una oquedad labrada en la roca en donde todavía se conservaban algunos útiles. Es lo de menos; lo relevante, si es que fue así, sería la aparición de un pozo con un brocal en forma de triángulo. Si eso fue cierto, tal vez estaríamos hablando del legendario pozo que se atribuye a las propias manos del santo de Asís, si es que realmente pasó por Ciudad Rodrigo en 1214. Dejémoslo como leyenda urbana ya que si fuera un hecho histórico, tangible en su día, sería suficiente para censurar y apartar a los técnicos que permitieron semejante sacrilegio.
        Hay muchos más ejemplos de la vulneración de la legislación vigente, de la anterior también, en materia de patrimonio en Ciudad Rodrigo. Quédese, de momento, ahí, que ya habrá tiempo de glosar esos atentados y la negligencia de las administraciones públicas en esta materia.
Pero, volviendo al inicio, a aquella conversación de barra, comentados, como dije, por un testigo directo, no puedo menos que sonrojarme ante hechos como el que refirió y al que, por haber participado indirectamente en el esquilmo del patrimonio histórico mirobrigense, le doy verosimilitud. Veamos. Para ubicarnos, hay que recordar que los trabajos de investigación arqueológica realizados hasta el momento han demostrado que la isla formada por las calles Almendro, Travesía de Talavera, Cardenal Pacheco y La Colada es una manzana con un subsuelo rico en vestigios arqueológicos, especialmente de la romanización del castro mirobrigense. Hay material que lo acredita y estudios que lo avalan. Pues bien, pese a que en su día aparecieron restos relevantes de esas culturas en las obras del edificio existente entre las calles Talavera y Cardenal Pacheco, recogidos en parte por los técnicos que siguieron las obras, cuando se acometió el vaciado del inmueble sito entre las calles Almendra, Talavera y Cardenal Pacheco no hubo el seguimiento técnico que cabría esperar, favoreciendo las labores de esquilmo de lo que pudiera aparecer, además de la irremediable destrucción de cualquier resto arquitectónico o de los distintos útiles que albergara el subsuelo, dado el calibre de las obras y maquinaria de excavación.
Señalaba el contertulio que emergió durante el vaciado del solar una escultura zoomorfa, de mediano tamaño, una pieza de relevancia extrema para la historia de Ciudad Rodrigo. Salió íntegra y pasó a engrosar el patrimonio particular de quien la halló o pudo quedarse con ella. Si esto fuera cierto –no creo que sea invención- estaríamos ante uno de los atentados más flagrantes contra el patrimonio histórico y cultural mirobrigense. Ojalá que algún día, si tiene alguna brizna de sensibilidad el receptador o el actual poseedor, la citada pieza pueda formar parte del acervo rodericense para disfrute del común y estudio e investigación científica. Amén.

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