lunes, 1 de diciembre de 2014

Viaje 'social' al corazón de Asturias

Un hombre de tierra adentro suele pasmarse al olisquear el mar. Intuye su cercanía y emergen sentimientos. Los sentidos se preparan, todos, en un cambio diametral de la percepción del paisaje. Del otoño castellano, tardío todavía en sus cromatismos y con sus tierras sedientas, al verdegueado y al tempero del norte; de los caldos recios, blancos y negros de la meseta, al ambarino de la sidra; del ajetreo diario, al solaz compartido, sin más prisas que las marcadas por el instante.

El viajero, castellano él, franqueó los Picos de Europa camino del corazón de la España verde. La cordillera es un macizo calizo imponente, una espina dorsal montañosa emergida para deleite de los sentidos, surcada por caminos imposibles pero voraces de la frescura de los infinitos campos astures, con la grandiosidad del Cantábrico y sus caprichosas obras al confluir en tierra.
Todo esto lo apreciaría el viajero en su devenir por las tierras de Don Pelayo. Iba con el rigor temporal del compromiso social contraído, pero le esperaba el deleite, más bien el ‘dolce far niente’, ver pasar el tiempo disfrutando de lo que se ofreciera a la vista, pero sin renunciar al provecho de un acervo tan vasto.
Grabado de la Cueva Santa de La Ilustración Católica
Unos insoportables borborigmos habían acompañado al viajero desde el inicio del viaje. Eran síntoma de alguna patología que más tarde minaría su estado anímico. Parece, porque suele ocurrirle, que pudiera tratarse de una somatización provocada por el cambio de perspectivas, por pasar del negocio al ocio; una falta de costumbre. El viajero cumplió como pudo, con algún que otro sobresalto, porque el rugido gástrico invitaba a regoldar con frecuencia -antesala de lo que después le aconteció- antes de llegar al aposento tras un viaje plácido en su discurrir.
Aquella estancia, el aposento, se encontraba en un agregado construido en la conversión del monasterio benedictino de San Pedro de Villanueva, en Cangas de Onís, en Parador de Turismo, una obra de reciente cuño -1995- engarzada con las orillas del río Sella, en donde aparece por momentos su reflejo. El cenobio data del siglo XII y tuvo vida monástica hasta la desamortización de 1835. Sabe el viajero, porque así se lo han contado, que antes de que fuera monasterio benedictino se recuerda que hubo otro mandado erigir por el católico Alfonso I en 746. Lo que sí apreció fueron los restos arqueológicos hallados en el proceso constructivo, ubicados en dos salas en las que los muros primitivos han emergido gracias a la labor científica. No llamaron la atención del común, pero al viajero y, sobremanera a su acompañante, les sedujeron.
No había tiempo para el escudriño. No era el momento. El compromiso social, familiar, acuciaba por los tiempos. Era el único horario que había que cumplir; lo demás era atemporal. Y así, como si de una peregrinación se tratara, ataviado con el mono de trabajo de los bancarios, el viajero, encorsetado con el collarín de la corbata díscola, emprendió camino a Covadonga. Allí esperaba La Santina, en su cueva, con el rezo contumaz del agua rompiendo el silencio.
No estaban invitados pero lo pareció. Decenas de caballos peregrinaban también con sus caballeros y amazonas por la carretera. No tenían demasiados reparos en someter a los turismos en su caminar. Estaban cumpliendo su cometido romero –toda romería tiene el ineludible componente festivo-, con todos los argumentos, tina incluida para apaciguar la sed.
Capillas de San Pedro de Villanueva. La Ilustración Española y Americana
El común y el viajero fueron deshaciéndose de los centauros y poco después vislumbraron, mucho antes de la explanada, la basílica de Santa María la Real de Covadonga, un templo neorrománico construido en piedra caliza en el último tercio del siglo XIX. Sobrio en su interior, con apenas imaginería, la basílica era el continente de la celebración nupcial a la que acudía el viajero. Un monje, a través de los altavoces externos, invitaba a adentrarse en el templo mientras el protocolo del casamiento iba desarrollándose en el exterior.
Entraron los novios y el viajero, con cierto disimulo, recorrió la bancada camino de la puerta mientras escudriñaba algunos detalles, reparando en el rosáceo pétreo de la caliza elegida por el arquitecto Federico Aparici para construir el templo. Tenía el viajero motivos mundanos para asumir, de nuevo, el papel de esquirol redomado y anticlerical para buscar otros espacios más acordes a la situación; al menos eso le pareció. El cuerpo le había dado cierto aire, distintos a los que hasta ahora venía soportando, lo que favoreció su deambulatorio.
A lo lejos, en la ladera del monte, el viajero reparó en una luz que parecía prometer. Se fue acercando mientras contemplaba las otras construcciones y servicios que emergían de la explanada, moteada por el trasiego ecuestre. Hasta allí, por entonces, también habían llegado los centauros. Se conformaron con una mirada escrutadora en rededor y con el objetivo visual puesto en la basílica. Unas fotos y a desandar el camino.
Ganando el final de la explanada, el viajero se enfrentó a la duda de abocarse a los tramos de escalera que se le ofrecían. Dudó, pero al final fue recorriendo las huellas hasta llegar al chiringuito –merendero estaba bautizado-. Poca clientela, aunque tampoco parecía interesarle a quienes aparentemente lo regentaban. El viajero pidió una cerveza que iba a tener rápida salida. Iba buscando deporte en la televisión y se encontró con música. No es lo suyo, nunca lo ha sido.
Grabado de una vista general del entorno de la gruta de Covadonga
Con cierta cautela bajó el viajero la zigzagueante escalera para emprender, de nuevo, el camino a la basílica. Allí, fuera del templo, se encontró con otra feligresía díscola, conocida, y con su pareja, que había tenido más reparos a la hora de abandonar la iglesia: no lo hizo hasta comprobar el casamiento efectivo de los novios. No por temor, sino por el prurito de satisfacción que supone compartir la ceremonia.
Todos juntos, después, dieron razón al viajero a la hora de buscar un refrigerio. Este, sin dudarlo, expuso y reivindicó la escalada al chiringuito, la única vía alternativa al paseo que se aventuraba como un apósito a la inoperancia festiva que se ofrecía, sobre todo después de que los caballos, jinetes y amazonas abandonaran, ya con luz tenue, la explanada oferente a La Santina.
Corbatas y tacones se dieron la mano, pues, en lo que fue, a la postre, un preludio del ateísmo –más bien incredulidad sobre quienes gobiernan la Iglesia- que cabalga, tal vez sin magnificarlo, en la disidencia, en una cierta apostasía. Nadie lo comentó al principio, pero después de escalar la ladera a golpe de peldaño y encontrar en la meta la indiferencia de quien debería dar de beber al sediento, la negación hacia La Santina empezaba a tener cierta consistencia. Si queréis, os vendemos una lata de cerveza para aliviaros la bajada, parece que quiso decir el joven que invitaba al desahucio foráneo. Y el viajero, y su compaña, se sintieron maltratados. Dieron la vuelta, miraron a la explanada e iniciaron el descenso. Y, paso a paso, con invectivas en aumento, llegaron de nuevo a la base de sus querencias.
Entrada a la Cueva Santa. La Ilustración Española y Americana (8-8-1877)
Alguien dijo, tal vez para purgar penas, que a la derecha se mostraba la gruta artificial en donde se veneraba a La Santina. Había velas y cirios encendidos, un atractivo para mitigar el frío que se calaba en los cuerpos con atuendos festivos discordes con la umbría que jalonaba el ambiente. El viajero, siguiendo la pauta marcada por su acompañamiento, enhebró el camino a la luz grutesca. Aunque vio, vieron a un operario subi­do en un autovolquete que, sin miramiento alguno, penetraba la gruta virginal, la compaña fue avanzando hacia el culmen mariano, el altar en donde se veneraba la imagen de La Santina, escultura del siglo XVI donada por la Catedral de Oviedo tras perderse en un incendio la pieza original. No rezaron. No era tampoco el caso porque un portazo distrajo cualquier atisbo genuflexo. El viajero y sus irreverentes acompañantes se vieron presos por momentos de su felonía, encerrados para purgar, pareció, sus irredentos instintos seculizadores. El operario selló las puertas y se dio a la fuga, a su descanso laboral.
Fueron vanos los gritos, el golpeteo de la compañía. El viajero había atisbado, ya por entonces, una salida, la natural, hacia donde estuvo el primer templo de la Santa Cueva, destruido en 1777 por el fuego. Tal vez y por eso, la fruición por el agua que jalonaba el conjunto que enmarcaba el altar de La Santina y que se hacía notar en la proyección tenue en aquella oquedad que respiraba cierto olor a purgatorio, una sinestesia que se antojaba también patrimonio del común e invitaba a emprender el descenso al paraíso terrenal particular.
Interior de la cueva. Grabado de La Ilustración Católica (7-6-1879)
Fue, sin embargo, ya entre algarabías y con el chorreo de fondo, una paulatina bajada al infierno que había deparado la huida del viajero y sus acompañantes buscando tan solo el refrigerio acostumbrado en una zona turística por antonomasia y que tenía caducadas sus existencias; al menos, no se ofrecían al público.
Los peldaños parecieron eternos. La bajada, pronunciada, acabó en el asfalto. El resuello no era todavía patente, pero se aventuraba. En lontananza, con un desnivel endiablado, se mostraba la explanada con su basílica. Paso a paso, resollando ya, el viajero y la compaña iban ganando metros, también altura, hasta llegar a la base de la terraza que soportaba al templo. Las chanzas se sucedían, amenizando la marcha. Había temor a no llegar a tiempo para saludar, para felicitar a los novios. Por eso, en vez de seguir por la calzada, un paseo más liviano, el viajero y quienes le acompañaban prefirieron escalar, enfrentarse a una empinada escalera para acelerar su presencia junto al portalón del pórtico adelantado de la basílica de Santa María la Real de Covadonga.
Llegaron a tiempo. Los novios estaban sometidos a la tiranía de la inmortalidad, una sesión eterna de fotografía. El viajero no posó, no porque no quisiera sino porque estaba in albis, ajeno a lo que acontecía en el interior del templo. Ya habría tiempo después para retratarse con la familia, pensó.
Virgen de Covadonga. La Ilustración Española...
Salieron los novios y los parabienes se sucedieron. No hubo arroz, ni ninguna otra arma arrojadiza al uso. Había cierto conformismo en el ambiente, que al viajero se le antojó tristeza. Faltaba gente muy allegada, una ausencia que pareció marcar la ceremonia y su proyección. Saludos, abrazos, besos… Un reguero de ánimos. El viajero también cumplió con el protocolo. Las luces de las farolas agrietaban por entonces la incipiente noche, invitando a abandonar la explanada camino de la monástica hostería.
El regreso pareció más rápido, vana ilusión. En un salón del trocado monasterio esperaba al viajero un refrigerio, antesala del banquete nupcial. El cuerpo seguía sin estar gallardo; los borborigmos continuaban y presagiaban un desenlace indeseado. Pero, como si de un desafío se tratara, un maridaje de caldos e ibérico venció los reparos iniciales. Un espejismo.
Llegaron los novios y se completó el ritual fotográfico. Una sesión rápida para los rezagados. Cada cual tenía asignada su plaza en torno a la mesa. Cada una estaba bautizada. La del viajero la llamaron Águeda, como el río que besa la ladera del castillo de Enrique II, allá en tierras oriundas. El mantel fue compartido por el viajero con otros seis comensales. Todos bien avenidos. El excelente menú no conmovió al viajero. Todo lo contrario. Pasaban los platos y volvían indemnes a la cocina. Otro mal presagio. Incluso el viajero, que no acostumbra a semejantes iniciativas, sorbía agua como si caldo fuera. No estaba el cuerpo para jotas y menos para gaitas.
Explanada y templo de Covadonga. La Ilustración Católica
Tampoco la alegría se esparcía por la sala. No era un banquete al uso. Tan solo, al fondo del salón, una mesa mostraba la algarabía típica de una boda. El resto mantenía un inusual respeto. Hasta costaba responder a los pocos vivas que rompían inopinadamente la paz. El viajero escrutaba y no apreciaba visos de que la tónica cambiase con el baile.
Aunque no lo compartía el resto, el viajero sentía un cálido agobio. Se esfumó por la puerta de fumadores y buscó apaciguarse en la terraza escuchando la melodía del Sella, espiando por cómplices cristaleras el repertorio interior. Allí permaneció solo bastantes minutos, hasta que repararon en su ausencia y se solidarizaron con él sus compañeros de aventuras en Covadonga.
Le llevaron un gin-tonic. Le dijeron que la ginebra era la panacea que esperaba para mitigar sus dolencias gástricas. Tomó dos mientras la tertulia se aceleraba, primero fuera y después, por los rigores del tiempo, de nuevo en el salón, en donde sonaba una música que apenas conmovía los cuerpos, tensos y ajenos al pretendido bailoteo.
Avanzó la noche y cualquier esperanza de cambio en el cuerpo del viajero se antojaba imposible. No pudo dormir aquella noche, aunque también ya le parece costumbre por otras cuestiones. El aseo se convirtió en dormitorio. Los fluidos se sucedían mientras las horas se hacían eternas esperando a que el cambio al nuevo día permitiese al viajero recuperar cierta vitalidad, porque hasta entonces había estado derrengado, ausente, fuera de sí. Como muchas otras veces.

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