domingo, 7 de diciembre de 2014

Festejos taurinos en la Guerra de la Independencia

Estábamos en guerra. España y Francia se la habían declarado a Portugal, tradicional aliado de Inglaterra, en 1807. En octubre de aquel año Manuel Godoy, valido de Carlos IV, había firmado el tratado de Fontainebleau que esencialmente preveía el apoyo logístico al paso de las tropas imperiales camino de Portugal. Bajo el mando del general Jean-Andoche Junot el ejército francés entró en España el 18 de octubre de 1807 cruzando su territorio a toda marcha en otoño y llegó a la frontera con Portugal el 20 de noviembre. Sin embargo, los planes de Napoleón iban más allá y sus tropas fueron tomando posiciones en importantes ciudades y plazas fuertes con objeto de derrocar a la Casa de Borbón y suplantarla por su propia dinastía, convencido de contar con el apoyo popular.

El resentimiento de la población española por las exigencias de manutención de las tropas extranjeras generó numerosos incidentes e incluso episodios de violencia. Además, las luchas intestinas entre Carlos IV y su heredero Fernando VII abundaban en la inestabilidad de un territorio que sentía que se estaba jugando con la soberanía de su nación  y que parecía abocada, como así fue, al esquilmo en su esencia, a la pérdida de identidad y al sometimiento al imperialismo napoleónico. El motín de Aranjuez, que significó el ascenso al poder de Fernando VII, precipitó una serie de acontecimientos que desencadenaron el levantamiento del 2 de mayo, culmen de los iniciados en el norte de España, y cuya brutal represión, difundida por todo el territorio nacional, junto con las abdicaciones regias en Bayona, fueron el caldo de cultivo que determinó la llamada al levantamiento popular que se gestó en Móstoles.
El ejército aliado se dispone a entrar en la muralla mirobrigense

Ciudad Rodrigo sufrió en sus carnes, en sus habitantes y en sus bienes, el paso de las tropas francesas camino de Portugal. Como plaza fronteriza, era un enclave fundamental para las supuestas operaciones que apuntaban a la ocupación del territorio luso. El corregimiento, atendiendo a las reales órdenes que parecían gestarse de un venero encauzado hacia los intereses imperiales, no tenía más remedio que intentar ser el anfitrión que la Corona deseaba, pese a atisbar el engaño que se avecinaba y sufrir las embestidas que la soldadesca protagonizaba sobre los habitantes y su patrimonio. Muchos hogares, casi todos, sirvieron de posada para las tropas francesas en su camino hacia Portugal. Aguantaron abusos y menosprecios, incluso tuvieron que acomodarse a una situación que se antojaba insufrible, llegando al caso de romper con las tradiciones, con un acervo nutrido de devociones y también de regocijos.
Grabado del ataque de las tropas inglesas a Ciudad Rodrigo en 1812
No fue posible, verbigracia, celebrar en su día la festividad votiva del glorioso San Sebastián. Ya estaba como gobernador el brigadier Luis Martínez de Ariza, que acabaría más tarde, el 10 de junio, defenestrado en su casa del Campo del Gallo por un populacho encorajinado por una actitud que creía benevolente o pusilánime con los franceses y que llegaría en último extremo a ser considerado afrancesado por una sensible mayoría del pueblo mirobrigense que veía con recelo su amistad con el Príncipe de la Paz, al que se acusaba de ser el causante de todos los males que sufría España.
Así las cosas, en la junta municipal del 27 de enero se adoptó el acuerdo de que se celebrase la función de San Sebastián el 31 de enero por haberse diferido su festividad con motivo del paso de las tropas del imperio francés. En la jornada precedente, el 30 de enero, se trasladaría la imagen desde la ermita homónima a la Catedral de Santa María, siguiendo la inveterada costumbre que marcaba la devoción al santo predilecto de los mirobrigenses.
No se ha localizado referencia alguna sobre la celebración de las carnestolendas en el preludio del estallido de la Guerra de la Independencia. Seguramente se siguió con la tradición. El horno no estaba para bollos, pero la idiosincrasia mirobrigense genera capítulos que en otras tierras parecieran inconcebibles. De hecho, el material utilizado para el cierro de la plaza y la definición del encierro de novillos se conservaba en su integridad, lo que pudiera aventurar su utilización. Así, en 1809, en el consistorio del 24 de abril –el Carnaval se había celebrado del 12 al 14 de febrero-, Niceto de Larreta[1], intendente del ejército, pide a la Ciudad las haujas y cadenas que sirven para las corridas de novillos con el fin de formar un alar contiguo al matadero para facilitar el encierro de los ganados que se traen para el surtido del exército. Las circunstancias obligaban a destinar el maderamen carnavalesco a otros fines más necesarios, menos festivos, y se encomienda al maestro carpintero municipal, José Limonier, custodio de las maderas, la entrega de las agujas y cadenas suficientes para el cometido solicitado, pero con la devida cuenta y razón para su posterior devolución.
Ilustración de portada de Figaro Illustré de 1893
En abril de 1810 las tropas imperiales pusieron sitio a la plaza de Ciudad Rodrigo, que acabaría con su capitulación el 10 de julio. La ocupación duraría hasta el 19 de enero de 1812, fecha en la que fue reconquistada por el ejército aliado comandado por Wellington, acción que le sirvió para que las Cortes de Cádiz le nombraran grande de España con el título de duque de Ciudad Rodrigo.
Tras dos asedios, una capitulación y un asalto, con la soldadesca inglesa desmandada tras este último, cometiendo tropelías inimaginables en un ejército aliado, llegaría una aparente calma, marcada por la tensión de seguir teniendo al enemigo a las puertas de casa. Se recuperó en parte el pulso bajo la tutela del gobernador Francisco Dionisio de Vives[2], que dictó varios bandos para el buen gobierno de la plaza mirobrigense, y todo ello pese a carecer de caudales públicos con los que hacer frente a las necesarias inversiones, como se pone de manifiesto en la junta consistorial del 17 de febrero de 1812, en la que ni siguiera se cuenta con fondos para la limpieza del conducto de la cárcel.
Toda la vida pública y social se concentraba en la Plaza Mayor. Con la destrucción de buena parte de los arrabales, con el temor fundado de que las tropas imperiales podrían volver a presentarse en las inmediaciones de Ciudad Rodrigo en cualquier momento, y pese a que la destrucción de inmuebles era más que palpable en todo el recinto amurallado, además de contar con brechas abiertas y portillos en sus muros, el pulso de los mirobrigenses se concretaba y latía en su plaza pública, atestada con decenas de puestos de mercaderías de toda índole y la pululación de sus habitantes, en donde también, aprovechando la situación, podrían camuflarse espías para informar al enemigo de cuanto se gestaba en la plaza de armas mirobrigense.
La Plaza Mayor estaba muy obstruida con la multitud de mesas y puestos de tiendas de comestibles y otros géneros[3] que embarazaban considerablemente el paso y, como consecuencia, se temía que las circunstancias generales que arrastraba y sufría la población acarreasen muchos males; además, era inmediata la celebración de la feria de botijas –se desarrollaba al día siguiente, martes, 18 de febrero-, la primera tras la ocupación francesa, y se aventuraba una presencia masiva de vecinos de la jurisdicción mirobrigense dentro de los muros de Ciudad Rodrigo. Vives, junto con el resto del consistorio, determinó que se publicase y fijase un bando en el que se anunciase que esta feria se trasladaría al Campo de Toledo, ordenando también que la celebración de los sucesivos mercados tendría esa misma ubicación, desde las cambijas de la fuente, a la derecha, y desde las ruinas del convento de la Trinidad hasta el de Santo Domingo y casas de aquel frente del arrabal[4] –el espacio que viene a ocupar hoy el parque de La Glorieta y el IES Tierra de Ciudad Rodrigo-, bajo la pena de dos ducados de multa si no se respetaba el mandato municipal.

Grabado del asalto aliado a la muralla mirobrigense
La desconfianza imperaba. Después de año y medio de un gobierno municipal dirigido por afrancesados, con todo el caldo de cultivo generado, se temía que el enemigo contase con un espionaje consolidado. Se toman medidas para intentar atajarlo, como por ejemplo que ninguna persona se detenga ni acerque de paso ni de quieto a mirar las operaciones que se están haciendo en la brecha y demás obras interiores y exteriores de la fortificación, pena de ser inmediatamente arrestado y conducido a la cárcel pública[5]. Y también que se separe la jente que se agolpa a la salida y alar de la Puerta del Conde con motivo de los comestibles que allí se venden por vecinos y forasteros de esta ciudad[6], ordenando su traslado al mismo punto que el mercado, al Campo de Toledo. Además, se establece un control en el hospedaje de forasteros, poniendo como referencia al mesonero de San Antonio, pero sin obviar al resto, para que cumpla con dar cuenta diaria al señor gobernador de los huéspedes que reciva en su mesón y con lo demás que está prevenido por reglamentos generales, pena de ser castigados con las penas legales[7].
No había más caudales que los destinados a reponer la integridad de la fortificación. El resto de necesidades debía esperar. La desesperación colectiva era evidente tras los avatares y consecuencias de una guerra que había diezmado, si no anulado, la economía local de subsistencia: campos arrasados, ganado esquilmado... Parecía ilógico, un sinsentido, que hubiera funciones públicas, a no ser las religiosas, con la devoción votiva a San Sebastián en la cabecera. Pero, hete aquí, que apenas tres meses después de la liberación de Ciudad Rodrigo y para celebrar la recuperación de la plaza de Badajoz, con las tropas napoleónicas vigilando desde el horizonte el recinto de armas mirobrigense, el gobernador Francisco Dionisio de Vives no tiene reparo en festejar por todo lo alto la buena nueva que recibió a las nueve de la mañana del 10 de abril de 1812. Para que el pueblo tuviese noticia del feliz suceso, ordenó el repique de campanas del consistorio y de las parroquias, seguido de las salvas de la artillería de la plaza y de los cuerpos de la guarnición que formaron en los puestos de alarma, acciones que calaron de forma inmediata en el pueblo, corriendo desalados los vecinos por las calles y plazas y gritando vivas a España, a Gran Bretaña y al duque de Ciudad Rodrigo: El estrépito del cañón y el fúsil, la confusa gritería y el ruido de las campanas llamaron la atención del enemigo que está a la vista y para averiguar el motivo mandaron un parlamentario que fue recibido a cañonazos según tengo mandado[8], explica Vives a Juan José Nieto Aguilar, segundo marqués de Monsalud y capitán general del ejército en aquel momento[9].
Grabado con los soldados ingleses haciendo práctica la brecha
El júbilo fue tal –se vislumbraba la victoria general sobre las tropas napoleónicas- que después del canto de un tedéum y misa solemne por la mañana de aquel día, la tarde se dedicó al disfrute del pueblo con una corrida de novillos y un baile general en el Campo de Toledo, de cuia diversión han sido espectadores los enemigos que desde sus campamentos obserbaban a un pueblo tan virtuoso como constante que insultaba la ridícula empresa con que trataron de intimidarles[10].
Los desastres de la guerra, todavía vigente, no pudieron disipar la afición taurina de los mirobrigenses. Cuando la oportunidad lo brindaba, los novillos aparecían. Habían sido santo y seña de innumerables generaciones que veían en los encierros y corridas de toros el alivio necesario para un pueblo atosigado por un modus vivendi que se presentaba sin ninguna generosidad para una mayoría de la población, desplazada y apenas sin trabajo, que se las ingeniaba para sobrevivir. Por eso, cuando llegaba el tiempo disoluto de las carnestolendas, la oligarquía ponía por delante del pan los toros a sabiendas de que era la baza que impediría excesos o escándalos públicos. Un pueblo entretenido, con orejeras, subyugado a la divergencia clasista, no resultaba inquieto ni inquietante si se le ofrecía, claro está sin dispendio, el objeto tal vez más preciado, por el que antes y después ha sentido una profunda admiración, casi devocional: los toros.
Grabado significando los desmanes que cometieron los ingleses tras el asalto a Ciudad Rodrigo
Un ejemplo manifiesto lo encontramos en 1813. Después de celebrar el primer aniversario de la liberación de la plaza de Ciudad Rodrigo del dominio napoleónico y de asistir al día siguiente a la función religiosa de San Sebastián, culminada con una corrida de gallos vespertina en el Campo de Toledo -otra de las aficiones de los mirobrigenses-; cuando se continuaba a duras penas con la reconstrucción de la fortificación y de las decenas de inmuebles destruidos, dentro y fuera de las murallas, los mirobrigenses afrontan sin miramiento alguno el antruejo de este año, siguiendo una pauta y una liturgia ancestral, sin importarles lo más mínimo la situación general, una indolencia que queda de manifiesto en las tres líneas que refiere el diario gaditano El Conciso en el número 12 de su sexto año, correspondiente al viernes, 12 de marzo de 1813: Ciudad Rodrigo, 1º de marzo. Siguen los exércitos en las mismas posiciones. No hay pagos para las tropas, pero sí novillos hoy y mañana. D. Julián salió contra los vándalos que vinieron a la Hinojosa, pero no le esperaron. Efectivamente, era Carnaval, aunque solo en esta ocasión se corrieron novillos el lunes y el martes.


[1] Personalidad guipuzcoana natural de Sorabilla (Andoáin), Guipúzcoa. Caballero de la orden de Carlos III, comendador de la de Isabel la Católica, condecorado con varias cruces militares, consejero de Hacienda, camarista honorario del de Guerra, y director general en Comisión de Propios y Arbitrios del reino en la última época del reinado de  Fernando VII. Después fue vocal del consejo real de España e Indias en la sección de Hacienda. Murió el 16 de enero de 1839. Era de la casa solar de Azelain, de parientes mayores, una de las más antiguas y distinguidas del país.
[2] Francisco Dionisio de Vives y Blanes, Orán, 1755-Madrid, 1840. Militar español. General de división en la campaña de la Toscana (1806). Fue capitán general de Cuba (1823), donde tuvo que reprimir las conspiraciones de los soles de Bolívar (1823-1826) y del Águila negra (1829), favoreció la expansión de la industria azucarera y liberalizó el comercio exterior. Fue capitán general de Valencia (1832) y se le concedió el título de conde de Cuba. Fue el primer gobernador político y militar de Ciudad Rodrigo tras la recuperación de la plaza en 1812.
[3] AHMCR. Libro de acuerdos de 1812, sesión del 17 de febrero.
[4] Ibídem.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Ibícem.
[8] Cfr. ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL, Depósito de la Guerra, Diverso-colecciones, 132, n.12, Noticias sobre los festejos hechos en Ciudad Rodrigo para celebrar la toma de Badajoz y sobre las fuerzas enemigas en las inmediaciones de esta plaza.
[9] “Juan José Nieto Aguilar (Almendralejo, Badajoz, 17 de abril de 1769 – ibídem., 28 de febrero de 1851), II marqués de Monsalud, VII marqués de Villa-Marín, capitán general de los Reales Ejércitos nacionales, senador del reino, caballero de Santiago y de la orden de San Hermenegildo, gentilhombre de Cámara de S.M., fue un aristócrata y militar español que destacó durante la Guerra de Independencia, en las acciones bélicas que tuvieron lugar en la región de Extremadura”. Colaboradores de Wikipedia. Juan José Nieto Aguilar [en línea]. Fecha de la consulta: 7 de diciembre de 2014. Disponible en http://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Juan_Jos%C3%A9_Nieto_Aguilar&oldid=78328615.
[10] Ibídem.

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