lunes, 8 de diciembre de 2014

La Iglesia busca alumnos para sus escuelas

La llegada e instauración de la II República consagró aspectos fundamentales para evitar de alguna manera el adoctrinamiento prácticamente normativo que imperaba en la enseñanza pública, con un componente religioso que marcaba pautas en los niveles básicos formativos. La constitución de 1931, sin dedicar un capítulo expreso a la educación, perfiló y definió aspectos básicos de lo que pretendía fuera la enseñanza pública, dejando a la Iglesia cierta libertad para seguir adoctrinando según su creencia y la de las familias que a ella quisieran concurrir. La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana. Se reconoce a las Iglesias, sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos (artículo 48 de la constitución de 1931). “Proclamaba la escuela única, la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria, la libertad de cátedra y la laicidad de la enseñanza. Igualmente, establecía que los maestros, profesores y catedráticos de la enseñanza oficial fueran funcionarios y que se legislará en el sentido de facilitar a los españoles económicamente necesitados el acceso a todos los grados de enseñanza, a fin de que no se hallen condicionados más que por la aptitud y la vocación”, se apuntaba en El País en una colaboración firmada por Carmen Morán en abril de 2006.

            La promulgación y aplicación de estos conceptos y la animadversión crítica que se fue fraguando durante décadas contra las instituciones eclesiásticas por su sectarismo con ciertas capas, las básicas pero también las más numerosas de la población, generó una desafección social casi total con las prácticas formativas imperantes y que contaban con una evidente carga adoctrinadora. Los centros privados de enseñanza, vinculados generalmente con la Iglesia católica, venían perdiendo alumnado por la crítica situación social y económica que impedía contar son suficientes fondos para sufragar los gastos que suponía acudir a un colegio de pago. Con la irrupción republicana también las aulas se fueron despoblando y la Iglesia, acuciada en su esencia básica de manutención en diferentes frentes, vio la necesidad de hacer pública demanda de la enseñanza privada y, como en el caso de Ciudad Rodrigo, se lanzó a campañas de captación de alumnos intentando tocar la fibra sensible de los mirobrigenses.
            Habían pasado más de dos años de la proclamación de la II República y la laicidad se enseñoreaba en los estamentos públicos, caso, verbigracia, del propio consistorio rodericense que, después de un interminable –por largo y tedioso, cuando no ramplón, debate- decidió retirar la imagen del Sagrado Corazón que campeaba en lo alto de la Casa Consistorial desde que al alcalde Calixto Ballesteros y el obispo Silverio Velasco promoviesen –el segundo públicamente, mientras que el primero fue un tanto ladino e insolidario con la corporación municipal- su entronización en la Casa Consistorial, algo que el pueblo, sometido y sin protagonismo directo en las decisiones públicas, no vio con buenos ojos.
            El protagonismo de la Iglesia había perdido todo su fuelle con la llegada del régimen republicano, también en Ciudad Rodrigo. El 6 de octubre de 1933 era tal la situación de las “escuelas libres católicas” en esta ciudad –en concreto los centros del Seminario y de la congregación de Santa Teresa de Jesús-, que las autoridades eclesiásticas no tienen otro remedio que intentar conmover la conciencia de sus fieles a través de unas hojas volanderas destinadas expresamente a los “católicos de Ciudad Rodrigo” en donde se incluía un “boletín de bono escolar” para la inscripción de nuevos alumnos que ayudasen, con sus óbolos, al sustento de los colegios y sus gerencias.
Boletín difundido por la Iglesia católica para captar alumnos en sus escuelas
            La proclama no tiene desperdicio: “¿Os habéis enterado bien de que el Papa y los obispos españoles nos imponen a todos, como ‘primer deber’ en las actuales circunstancias de España prestar auxilio moral y material a la escuela libre católica?”. Porque, claro, “¿sabéis –sigue el panfleto- que funcionan dos, solas dos escuelas de estas en Ciudad Rodrigo: la del Seminario para niños y la hasta ahora regida por las Teresianas para niñas”? E inquiere el folleto si los mirobrigenses las favorecen, si prestan auxilio moral y material a estas escuelas, porque “por razón de sus locales, la del Seminario tiene capacidad escolar para ciento veinte o ciento cuarenta alumnos y a ella asisten hoy ¡¡hasta diez y nueve!! –va subrayado en el texto-. La que fue de las Teresianas tiene capacidad escolar para doscientas cincuenta o trescientas alumnas y a ella asisten hoy ¡¡hasta sesenta!!”, matiza también el escrito poniendo de manifiesto la desafección de las familias mirobrigenses con estos centros de formación.
            Evidentemente, para sus mentores “¡esto no puede seguir así! Estas escuelas hay que llenarlas hasta los topes o renunciar al nombre de católicos, que en otro caso sería en nosotros una irrisión”, algo ilógico en su determinismo público. El gobierno tenía buena parte de la culpa de esta situación al eliminar las subvenciones que hasta entonces habían disfrutado. Ahora tenían que sostenerse con sus propios medios y buscaban la complicidad de los fieles, de los católicos de corazón… y con recursos. Se apuntaba en el panfleto que estos centros estaban abocados al fracaso económico si no conseguían llenar sus aulas, porque “no pueden tener más medios de vida que la pensión, modesta, insignificantísima pensión de sus alumnos; es decir, que tienen que ser de pago. Pero aun así hay que llenarlas hasta los topes –repiten-, hasta agotar su capacidad escolar”.
            Los responsables de estos centros siguen con el adoctrinamiento. Se da mascado todo para que los destinatarios del mensaje no tengan que cavilar, que pararse a pensar en lo que realmente se pretende: “Los que puedan pagar esa módica pensión, aunque sea haciendo algún esfuerzo, pagándola sin más y enviando sus hijos a esas escuelas. De otro modo no cumplen con su conciencia de católico ni con las órdenes del Papa y los obispos”.
            Pero hay para todos, no se quiere desperdiciar ninguna posibilidad: “A los hijos de padres tan verdaderamente pobres que no puedan pagar esa pensión, pagándosela los que pueden por el conocido sistema de bonos escolares, que se reduce a pagar uno cualquiera la pensión de uno o más niños o niñas, reservándose -¡faltaría más!- el derecho de escogerlos”. Entonces, “¿qué mejor propina, qué mejor limosna para todo el que pueda hacerlo que pagar la pensión en la escuela católica al hijo o hermanito de su criado o criada, de su carpintero, de su zapatero o simplemente de su vecino que lo necesite?”, subrayando los posesivos en negrita.
             Como colofón una proclama: “¡¡Católicos de Ciudad Rodrigo, a llenar de niños y niñas las escuelas católicas existentes en nuestras ciudad!!” Y para ello nada mejor que rellenar el adjunto boletín que incluía el folleto publicitario, indicando de antemano lo que supondría económicamente ese esfuerzo para las familias que quisieran aportar su ayuda y destinar a sus hijos a esos centros de enseñanza: “La pensión en la escuela del Seminario es de cuatro y seis pesetas mensuales, según la edad y grados de los niños; la de la escuela de Santa Teresa de tres, cuatro, seis y ocho pesetas mensuales, según también la edad y grados de estudios de las niñas”.

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