jueves, 14 de mayo de 2015

Rapapolvo a los mirobrigenses por su comportamiento poco cristiano en el Carnaval de 1927

Con unos antecedentes que ahora no vienen al caso, se presentan las carnestolendas de 1927. Y, visto y no visto, “ya pasó...” Así titulaba la reseña que ofreció el semanario Miróbriga sobre el antruejo mirobrigense en el número del 6 de marzo, apenas una columna en la que, más que contar lo que sucedió, se ufana en recordar, con inopinado desprecio, lo pernicioso que son estas fiestas para el pueblo: “Pasó el Carnaval con sus mascaradas, esas fiestas saturnales que convidan al placer, el goce de los sentidos, en las que las pasiones se desbordan, pero que no se sacian, porque son insaciables. Días de desenfreno y desahogo público son los días de Carnaval durante los que la inmoralidad y desenfreno sientan sus reales en las plazas y en las calles, no llamando a diversiones honestas, compatibles con los preceptos divinos, que son a los que se refieren los santos cuando hablan del solaz y expansiones, sino a diversiones condenadas por la moral de Cristo constantemente predicada y tantas veces escuchada por la mayor parte de esos cristianos que en los días de Carnaval parece que quieren despojarse del carácter de tales, queriendo compaginar el vicio con la virtud, la moral cristiana con las procacidades del vicio”.

Anuncio de los festejos del Carnaval de 1927
El redactor quiere meter el dedo en la llaga, velando por la pulcritud de las costumbres con una pacatería sublime que pone a los mirobrigenses a la misma puerta del averno: “Pasó el Carnaval llevando tras sí muchas inocencias que se han arrastrado en el fango y cuya pérdida costará lágrimas y remordimientos sin cuento... Pasó el Carnaval, esas fiestas profanas que no solamente condena la Iglesia, sino también el sentido común, fiestas que son la causa de muchas desgracias familiares. ¡Cuántas pobres mujeres se pierden durante estos días para siempre! ¡Y cuántos padres son causa, acaso sin darse cuenta, de la perdición de sus hijas en esos días facilitándoles el disfraz!”
Un rapapolvo en toda regla dirigido, especialmente, a esos cristianos de pacotilla: “No se comprende que los hombres sensatos y que se tienen por católicos se entusiasmen con las fiestas del libertinaje, que cooperen a ellas, que asistan y vean y presencien impasibles esos espectáculos repugnantes en los que tantas ofensas se cometen contra Dios, a quien dicen quieren, a quien dicen quieren amar, negando con la forma de proceder lo que con la boca confiesan...” Pero no se queda ahí el inquisidor de la fiesta por excelencia de Ciudad Rodrigo: “El servicio de Dios y del mundo es incompatible: no se puede servir al mismo tiempo a dos señores, y eso pretenden los que después de haber pasado los días y las noches enmascarados y en centros peligrosos se presentan en el templo con un exterior compuesto para cumplir con Dios, al que dan lo peor, los momentos que les deja libres el mundo, sus encantos y sus diversiones...” Un sermón de Miércoles de Ceniza para sonrojar a los pocos que acudían, que tal vez acuden, al desagravio, penitencia o contrición que supone la cuaresma.
Caricatura de Joaquín Román, director y redactor del semanario Miróbriga
La reprimenda tiene que justificarse en el libertinaje con que los ojos eclesiásticos ilustran el Carnaval. Eso de que los toros eran el espectáculo más inocente de las carnestolendas, palabras atribuidas al obispo Silverio Velasco, no pasaba de ser tan solo una apreciación menor expresada sottovoce para eludir la controversia surgida con la entronización del Sagrado Corazón en la Casa Consistorial, pues el también administrador apostólico de Ciudad Rodrigo insertó en el Boletín Oficial del Obispado civitatense la carta circular en la que se prohibía a los sacerdotes salir de su Diócesis[1], más aún, de su población, para asistir a espectáculos públicos, entre ellos, y señalado con especial interés, las corridas de toros,[2] refrescando la orden circular de 1893, ya aludida, que en su día emitió también y con más dureza el prelado José Tomás de Mazarrasa, a la sazón administrador apostólico de Ciudad Rodrigo, una crítica ácida fruto de su indisimulada faceta antitaurina.

[1] Boletín Oficial del Obispado de Ciudad Rodrigo. Año XLII, núm. 8, de 20 de agosto de 1926: Sacra Congregatiio Concilii. Litterae circulares. Ad omnes ordinarios, de sacerdotibus valetudinis vel rusticationis animique causa extra suam dioceseim se conferentibus.
[2] Ibídem. Año XLIII, núm. 5, de 11 de agosto de 1927. Circular n.º 46; pp. 82 y ss. “Prohibimos asimismo que sin nuestro especial permiso ningún sacerdote de nuestra jurisdicción vaya a Salamanca o a cualquiera otra población de dentro o de fuera de la Diócesis en los días en que hay en ellas corridas de toros o capeas...”

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