martes, 3 de marzo de 2015

La muerte de mi abuelo Juan

Hoy, por diferentes motivos, es un día especial para mí. Hay varias circunstancias que así lo definen. De momento, ya que el paso del tiempo irá añadiendo otras circunstancias a esta relevancia del 3 de marzo, me quedaré con la efeméride ocurrida hace hoy 80 años, cuando un novillo del encierro se desmandó a la altura de la finca del hacendado César Torroba, se fijó y enceló con un hombre que, con su caña de pescar, se dirigía al río y le propinó una cornada de la que no pudo recuperarse. Murió tres días después, Miércoles de Ceniza, en una cama del Hospital de la Pasión. Se llamaba Juan de la Cruz Rafael Muñoz Martín. Era mi abuelo.
Juan Muñoz Martín, con traje de charro, en su etapa juvenil
   Me imagino a mi abuelo Juan en la humilde casa que habitaba junto a la Catedral,
en el número dos -otras fuentes señalan que era el siete- de la plazuela de las Amayuelas. La compartía con mi abuela Adelaida y los hijos de ambos: Amalia, que contaba con 11 años, y mi padre Antonio, que tenía siete años de edad. La vida, después de un periodo desenvuelto, con muchos posibles procedentes del entorno familiar -mi bisabuelo Faustino, pero especialmente mi tatarabuelo Juan Antonio, contaban con un buen capital fraguado en el trabajo y en numerosas inversiones patrimoniales-, la vida, digo, no les estaba sonriendo. Vivían en alquiler, tal vez de prestado, primero en una casa de la calle de Medina, después en otra del Campo de San Vicente, pasando otra vez a la de Medina y posteriormente a la citada de la plazuela, también junto a la muralla. Esa circunstancia puede que fuera, tal vez, la que generó confusión a la hora de fijar su residencia en las distintas instancias que participaron en la instrucción y desenlace del suceso, ya que, desgraciadamente, el Archivo Histórico Provincial no conserva el expediente judicial abierto a raíz de la cogida y que nos relataría pormenorizadamente todo lo acaecido en torno a este suceso.
   Digo que me imagino a mi abuelo en aquella vivienda, pertrechándose con sus aperos para, aprovechando la soleada mañana dominical, bajar al río a pasar la mañana y, por qué no, pescar algunas bogas o barbos que ayudaran al sustento familiar. Mi abuelo Juan, por lo que me han contado, era ajeno a los festejos taurinos, displicente con el tradicional Carnaval, con el pandemonio que lo acompaña.
Cartel del programa taurino del Carnaval de 1935
   Con su caña y la costera enfiló el camino hacia el río. Sabía que en su trayecto podría coincidir con el desarrollo del encierro. A las ocho de la mañana había comenzado el campaneo del Reloj Suelto anunciando que la manada, procedente del enchiqueramiento habitual en el patio del monasterio de Nuestra Señora de la Caridad, estaba ya a la vista. El encierro debía entrar, al paso, por el camino de La Caridad, por el Paseo de las Madroñeras. Las reses eran del tratante y ganadero local José Martín González, conocido como Che. Juan, mi abuelo, conocía, como cualquier mirobrigense, la costumbre del espante, esa práctica que servía de divertimiento en sus dos primeros intentos y que después, a la tercera y última intentona de encerrar el ganado, se convertía en un ejercicio de colaboración para llevar, casi en volandas, el ganado hacia la plaza. Por eso, huyendo del meollo, enfiló el camino del río por la trasera de la finca de César Torroba, con la intención de dirigirse al Águeda por las inmediaciones de la Fuente de las Tripas.
   Por fin, la voz de alerta de la campana, con su sonido más acelerado, indica que están próximos los toros. La gente corre, los caballos se adelantan y al llegar a la entrada de la ciudad, retrocede el ganado, sin que los caballistas puedan contenerlo y en el desconcierto que se forma entre el público es tan grande, que los toros atropellan a varias personas, sin que afortunadamente les hayan hecho otra cosa que pasar un susto grande, explicaba el corresponsal de La Gaceta Regional de Salamanca.
   Era el primer espante propiciado a la altura del almacén de madera del industrial Dionisio García Jiménez, adosado a las escuelas graduadas de San Francisco, límite en la disposición del vallado del encierro. Vuelven los caballistas a recoger el ganado y emprenden la marcha hacia la ciudad. Cuando llegaban a unos 600 metros de la misma y encontrándose a la altura de la finca de don César Torroba, no pueden impedir los garrocheros que un novillo se desmande y en su marcha alcance a un hombre, que después de volteado, lo dejó inmóvil en tierra. Algunas personas que presenciaron de lejos el suceso, se apresuraron a recoger al herido y trasladarlo inmediatamente al hospital.
   Las hablillas, poco después del suceso, señalaban que mi abuelo, al ver llegar al toro y pensando que al tratarse de ganado morucho y estar en campo abierto, tal vez se espantara si le azuzaba con la caña de pescar. El efecto y las consecuencias fueron perniciosas, todo lo contrario de lo esperado: el toro se enceló con él y le propino varias cornadas, una de ellas impresionante en la región inguinal izquierda, con desgarros de suma gravedad y afectación a diversos órganos.
   Varios vecinos recogieron al herido. Alguno de ellos, a la vista de la gravedad de las heridas, introdujo pañuelos en las sajaduras inferidas por la cornamenta del animal, intentando taponar la pérdida de sangre, Fue llevado en volandas al Hospital de la Pasión. Nada más llegar, los doctores Sánchez, Jiménez, Manzano y Montejo, auxiliados por los practicantes Galán y Vegas, comenzaron la intervención quirúrgica. Las heridas, sus consecuencias, eran de extrema gravedad, por lo que le fue administrada la extremaunción.
Partida de defunción del Registro Civil de Juan Muñoz Martín
   Mi padre, Antonio, con sus amigos -en su día me lo contó Geli, el de las afamadas patatas fritas Santa Fe- se encontraba en la plaza esperando, como tantos otros niños, la llegada del ganado que, tras el desgraciado incidente, había vuelto a escaparse. Pronto, tras enchiquerar finalmente a las reses, se propaló el rumor de la gravedad de una cogida y del estado crítico del herido. Su identificación sería posterior. No quisieron decírselo al chaval antes que a su madre, Adelaida, mi abuela, un tanto disoluta también en sus costumbres y ajena lógicamente a lo que había pasado.
   El estado de mi abuelo fue empeorando hasta que a las tres de la tarde del Miércoles de Ceniza, seis de marzo, falleció como consecuencia de la gangrena desencadenada por las heridas. En nuestro entorno familiar se ha contado siempre que la abuela Adelaida, menuda ella y bodonesa de origen, al comunicársele en su casa el trágico desenlace de su marido no tuvo reparos en sentenciar algo parecido a lo que sigue: "¡Ya podríais haber esperado para contármelo. Me habéis fastidiado el almuerzo...!"

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