Como ocurrió en los albores del siglo XVIII, el
XIX también nacía huracanado. La revolución francesa quería llegar a España y
trasciende los Pirineos para intentar acomodarse en todo el territorio español.
Ciudad Rodrigo no fue ajena a la defensa nacional personificada en su rey
Fernando VII, como lo fue en 1371 cuando Enrique II quiso imponer por la fuerza
su vasallaje. Y si entonces los frutos de esa valentía fue la destrucción casi
total de Ciudad Rodrigo, en 1810, con la resistencia al sitio napoleónico, vino
a suceder lo mismo. Y de ello no se libró –recordemos que en 1371 se arruinó el
primer convento dominico- el monasterio de Santo Domingo, asentado en el
arrabal de San Francisco, sin apenas defensa. “Se levantaron palizadas desde el
convento de Santo Domingo, cruzando la llanura de Toledo [Campo de], hasta la
recién construida media luna de San Andrés, entre las puertas del Conde y de
San Pelayo”.[1]
Además, se fortificaron los conventos de Santo Domingo, Santa Clara y San Francisco[2],
Las escaramuzas en los primeros días de julio de 1810 se
suceden y el convento dominico va pasando de manos: lo toman los franceses y lo
recuperan los españoles. En la noche del 4 de julio “Simon avanzó por el
arrabal de San Francisco hacia el convento de Santo Domingo, que había sido
recuperado por los españoles. Sin embargo, el convento fue conquistado sin
apenas resistencia y con pocas bajas. Simon apostó allí una compañía de élite
para asegurarse el control efectivo de todo el arrabal”.[3]
El convento de Santo Domingo, señalado con la letra 'P' en un plano de 1810 |
Los españoles no se dieron por vencidos. El día
8, Andrés Pérez de Herrasti, gobernador de la plaza de armas de Ciudad Rodrigo,
envió “una partida para apoderarse de nuevo del convento de Santo Domingo, en
el lado sur del arrabal de San Francisco. Irrumpieron en el patio, haciéndose
con todas las herramientas, pero antes de que los españoles fueran capaces de
penetrar en las defensas del convento, un sargento de zapadores alertó a la
guarnición. Apoyados por una compañía de voltigueurs
del 27º de Línea, pudieron repeler a los atacantes y obligarles a regresar al
glacis de la fortaleza, no sin la pérdida de 11 vidas y con tres heridos”.[4]
Afirma José Barrado en su recurrente estudio
sobre los dominicos en Ciudad Rodrigo, que ante el previsible ataque de los
franceses se había tomado la previsión de preservar todas las alhajas posibles
del convento, pero la furia no respetó el edificio. Estábamos ante las últimas
tentativas para dar la vuelta a una situación que ya se antojaba irreversible.
De hecho, unos días después, el 10 de julio, el general Pérez de Herrasti,
después de una defensa casi numantina, mostró la bandera de rendición de la
plaza. No quedó ni una casa indemne. Desaparecieron manzanas enteras y las
calles se presentaron a los franceses colmadas de escombros. Los conventos, con
protagonismo específico del de Santo Domingo, habían sufrido el primer embate
de la guerra. Tomada la plaza y destruido el convento, algunos de sus moradores
fueron conducidos presos a Francia, entre ellos el prior Nicolás Patiño, que fallecería en el traslado. Pero aún quedaba
lo peor para el convento.
Las tropas aliadas, capitaneadas por lord
Wellington, iban ganando terreno a las napoleónicas. En mayo de 1811 se libra
la batalla de Fuentes de Oñoro, preámbulo del avance hacia Ciudad Rodrigo que
se produciría unos meses después, en enero de 1812, y que supondría la
recuperación de la plaza de armas mirobrigense. Antes, sin embargo, durante el
sitio, se había constatado que los franceses, después de haberse apoderado de
Ciudad Rodrigo, habían construido “un reducto empalizado en la colina de San
Francisco y han fortificado tres conventos de los arrabales –entre ellos el de
Santo Domingo-, cuyas defensas están unidas a la obra de la colina de San
Francisco, así como con la antigua línea –la cerca de mediados del siglo XVII-
que envolvía los arrabales”.[5]
Tomada la plaza el 19 de enero de 1812, comienzan
los trabajos para su reconstrucción. Se analiza la situación y se emprenden
acciones concretas, las básicas, para poner de nuevo la plaza en estado de
defensa ante la posibilidad de que fuese atacada de nuevo. Se realizan distintos
proyectos y se levanta cartografía del estado que en ese momento presentaba la
ciudad y sus arrabales. Uno de ellos lo firma Juan Donoso, con el visto bueno
de Ramón Gálvez, el 14 de junio de 1812. En la explicación que acompaña señala
expresamente el convento de Santo Domingo, que en ese momento está “casi del
todo arruinado y demolido, pero no los muros de su iglesia, en la que se ha
construido una batería”.
La misma situación presentaban los conventos de
Santa Clara –“más arruinado que el de San Francisco- y el que albergó a la
orden seráfica –“medianamente arruinado”, mientras que el de la Trinidad
–demolido por Pérez de Herrasti al considerarlo un padrastro- y el de Santa
Cruz –protagonista directo de sucesivos enfrentamientos- apenas mostraban las
trazas de sus cimientos.
En una sucinta nota explicativa del ingeniero
Ignacio Milgana, firmada en dos de diciembre de 1812, se informa del avance de
los trabajos para volver a poner en estado de defensa la plaza de Ciudad
Rodrigo. Entre otras cosas afirma que “se ha fortificado el convento de Santa
Clara, aspillando el paredón y colocando dos piezas de artillería de corto
calibre en el testero de la iglesia que mira al campo; los conventos de San
Francisco y Santo Domingo se están demoliendo y disponiendo sus iglesias para
colocar artillería como está en la de Santa Clara”.
El convento de Santo Domingo en 1812 |
Afirma Jesús Sánchez Terán en una de sus fichas
sobre la historia rodericense referidas al asalto aliado de 1812, que “en el arrabal
de San Francisco —como sucedió siglos atrás durante el asedio de don Enrique II
de Trastámara-, no quedó piedra sobre piedra. Desaparecieron las más antiguas
iglesias. Los principales conventos quedaron enormemente mutilados. En los
escombros de los de San Francisco y Santo Domingo, se perdieron para siempre
tesoros artísticos y memorias históricas de inapreciable valor: Las capillas de
los Águilas y de los Silva[6], con los
enterramientos de los más destacados personajes de esas ilustres familias. En
la calle de San Antón no quedó ni una sola casa; en la del Rollo sólo quedó
una; en la de Santa Clara únicamente dos, según datos de testigos presenciales
que pudo recoger don Jesús Pereira” –historiador local-.
“Amainado el vendaval y vuelta la calma tensa
fernandina, el provincial de entonces, fray Joaquín Cermeño (1815-1824), rehizo
una comunidad con los regresados de Francia y algún otro religioso, que en 1819
vivían en una posada. Todavía quisieron nuestros frailes resucitar de sus
propias cenizas y consiguieron levantar un pequeño convento. Pero su vida fue
ya anémica y sin perspectivas de futuro”, señala José Barrado en su estudio
sobre los dominicos en Ciudad Rodrigo. Y de hecho, ese espíritu de supervivencia
lo apreciamos en la solicitud que el 17 de diciembre de 1823 elevan al
Consistorio pidiendo 30 pies de pino del Pinar de Azaba para reedificar la
iglesia del convento, una labor que, en todo caso, estaba destinada a sucumbir
con la desamortización de los bienes eclesiásticos que, en sucesivas oleadas,
se produciría en la siguiente década.
[1] HORWARD, Donald D. Napoleón y la
Península Ibérica. Los asedios de Ciudad Rodrigo y Almeida, 1810. Salamanca,
2006. Pág. 123.
[2] BECERRA, Emilio; REDONDEO, Fernando. Ciudad
Rodrigo en la guerra de la Independencia. Salamanca, 1988. Pág. 39.
[3] HORWARD, Donald D. Ibídem. Pág. 197.
[4] Ibídem. Pág. 202.
[5] Carta de Wellington a lord Liverpool, de nueve de enero de 1812.
[6] El linaje de los Silva tuvo un patronato sobre el convento de
Santo Domingo. Allí fue enterrado el famoso Feliciano de Silva y,
posteriormente, su mujer, Gracia Fe, en un arco de la capilla mayor del monasterio
dominico. En esta capilla trabajó en su día Juan de la Puente, uno de los
maestros de obras referenciales del siglo XVI en la localidad mirobrigense,
según se constata en un pleito establecido sobre el pago a Francisco de Avendaño, maestro de cantería, de lo debido
por María de Zaballos, viuda de Juan de la Puente, de los jornales de la obra
que hizo en la iglesia de Robleda y en el convento de Santo Domingo de Ciudad
Rodrigo. Se trata de un documento de la sección de nobleza del Archivo Histórico
Nacional titulado: "Escritura de donación y cesión de la obra la de
capilla del Monasterio de Santo Domingo en Ciudad Rodrigo otorgada por María de
Zaballos, como tutora de su hija Isabel de la Puente, a favor de Fernando de
Silva del Águila."
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