Es uno de los grandes olvidados
entre los ilustres mirobrigenses. Su relevancia literaria, su reconocimiento
también como periodista, unido al apego que tuvo a su patria chica pese a la
distancia que le llevó su labor profesional, primero en Santander y luego en
Madrid, hace de José Montero Iglesias (1878-1920) uno de los baluartes de las letras
mirobrigenses. Sus vínculos con lo más granado de la literatura española de
finales del XIX y durante los dos primeras décadas del siglo XX sobrarían para
poner de manifiesto su importancia en la creación literaria, periodística y
humorística que desempeñó en su corta pero fecunda vida. Murió demasiado joven,
a los 42 años. Una penosa y sufrida enfermedad le apartó de un mundo en el que
ya empezaba a ser reconocido. Su bonhomía le granjeó la amistad de numerosos
eruditos, de prolíficos creadores en distintas artes. Ciudad Rodrigo siempre ha
estado en deuda con José Montero Iglesias, el germen también de una saga de
escritores, críticos y periodistas con reconocimiento nacional e internacional:
su hijo, José Montero Alonso, entre otras muchas distinciones, fue doblemente
Premio Nacional de Literatura; su nieto, José Montero Padilla, es un reconocido
crítico literario; y su bisnieto, José Montero Reguera, es uno de los grandes y
actuales especialistas en la literatura del Siglo de Oro y también uno de los
principales cervantistas desde su cátedra en la Universidad de Vigo.
José Montero Iglesias |
José
Montero Iglesias no pudo despedirse de Ciudad Rodrigo como tal vez hubiera
querido. Una enfermedad le arrebató la vida muriendo en el sanatorio de Guadarrama
en julio de 1920, cuando tan solo contaba con 42 años de edad y un futuro prometedor.
La prensa en general de España se hizo eco de su muerte, tributándole distintas
necrológicas. Aunque el distanciamiento físico con su localidad natal fue
evidente y progresivo por su dedicación profesional como periodista, siempre
mantuvo vínculos latentes con su amada Miróbriga, a la que ensalzaba
reiteradamente. No obstante, en las necrológicas sobre su fallecimiento se le
suele tildar como santanderino, primer destino profesional en distintos diarios
y revistas cántabras. José Montero Iglesias había nacido en el número 2 de la
calle de La Cortina, denominación que se propuso cambiar años después para
convertirle en epónimo, propuesta, como la del traslado de sus restos a Ciudad
Rodrigo, que se fueron diluyendo.
Para
glosar su vida y su obra he rescatado dos necrológicas, una local y otra de
ámbito nacional, para darle la justa proyección. La primera fue publicada en el
semanario mirobrigense La Iberia en
la portada del número del 24 de julio de 1920. Decía así: Después de larga y penosa enfermedad, ha dejado de existir en el sanatorio
de Guadarrama y cuando terminaba de conseguir el éxito que justamente aspiraba
como remuneración a sus constantes trabajos, nuestro paisano don José Montero
Iglesias.
Contaba actualmente 42 años este ilustre mirobrigense, pues a pesar de
cuanto han dicho los periódicos de Madrid y provincias, nació en Ciudad
Rodrigo, en el número 2, de la calle de la Cortina, del Arrabal de San Francisco.
Desde nuestra ciudad se trasladó a Santander; desde muy joven, en aquella
ciudad montañesa, comenzó su labor literaria formando parte de la redacción de E1 Diario Montañés y más tarde en la de E1 Cantábrico, desde donde sostuvo grandes y brillantes
campañas periodísticas por lo que adquirió gran reputación. Después ingresó
en Madrid en la edacción de la Prensa Gráfica donde todos hemos conocido su valiosa y activa labor, principalmente
como poeta.
El Eco del Águeda anunció en 1927 el traslado de sus restos |
Deja varias obras en verso y prosa, como E1 solitario de Proaño; Yelmo florido, bellísima colección de poesías; Pereda, y el drama en verso Un voluntario realista, inspirado en la preciosa novela del mismo título, del inmortal Pérez
Galdós, aparte de otras novelas y obras de teatro casi terminadas.
Su "patria chica" guarda para el malogrado escritor gratos
recuerdos. En la memoria de todos está que nuestro poeta fue premiado en los Juegos
Florales verificados en nuestra ciudad, en mayo de 1910.
Y ahora cuando la vida le sonreía, la muerte le ha sorprendido en
plena juventud, quedando en la orfandad y llena de sentimiento una numerosa
familia.
Descanse en paz nuestro paisano, amigo y compañero.
Más extensa y con otro perfil es la necrológica publicada en la revista La
Esfera, en donde era habitual colaborador. También apareció en el número
del 24 de julio de 1920 y afirmaba: En el
cementerio aldeaniego de Navacerrada, a la luz ya indecisa de un crepúsculo dominical,
hemos enterrado a nuestro amigo. Tenía cuarenta años de una vida entregada al
dolor, al sacrificio y al trabajo.
A lo largo de esa vida, entre las alternativas de una labor
periodística obstinada y entusiasta, fue realizando su obra literaria: versos,
estudios biográfico-críticos de montañeses ilustres, narraciones breves,
comedias. La gloria tendía sobre estos esfuerzos de un artista, enfermo de
cuerpo y recio de alma, sus fulgores cálidos. Y él, hurañamente, altivamente,
ni siquiera parecía notar ese claror suave que venía a buscar el fondo obscuro
de su existencia atormentada.
Alto, cetrino, flaco -cada vez más flaco-, se alejaba del mundo en
largas estadas serraniegas que le fortalecían el ansia idealista con los
reposos lentos, la soledad sonora y la contemplación á toda hora de la
naturaleza libre en las alturas.
Estaban un poco lejos aquellos días testarudos y fatigosos de la
adolescencia, cuando las tareas casi anónimas de los periódicos provincianos.
Más cerca de su memoria y más dentro de su corazón los otros días de Madrid,
cuando iba dejando en La Esfera, en Nuevo Mundo, en Mundo Gráfico su estela
de poeta.
Retrato aparecido como ilustración de la necrológica de La Esfera |
Se sabía espiado, infugable, de la muerte, y, sin embargo, trabajaba
en sus libros, ya sin prisa y sin rencor, a los hombres felices y sanos: el Pereda,
de 1919; la novela inconclusa que había de
reflejar su vida en el sanatorio, y cuyo epílogo sería -con un presentimiento
fatal- el suyo mismo, en una noche serena -henchida de vitalidad- de verano y
la calma suprema después en ese mismo cementerio aldeaniego de Navacerrada,
donde le hemos dejado para siempre.
José Montero ha escrito varias obras: Soledad, La
sombra de Otelo, Carne y mármol, Yelmo florido, El
Solitario de Proaño y Pereda. Se asomó también,
con fortuna, al teatro en obras como El patio de
Monipodio y Un voluntario realista, arreglo esta
última de la novela galdosiana de igual titulo, robustamente versificada con
aquel hálito romántico y aquella castellana sobriedad que eran los timbres
literarios de nuestro amigo.
Pero sus obras fundamentales y las que fijan de un modo decisivo la
personalidad de José Montero en las letras de su tiempo, son el tomo de poesías
Yelmo florido y las biografías críticonovelescas
de dos grandes figuras montañesas: D. José María de Pereda y D. Ángel de los
Ríos.
Antes de concretarse a sí mismo en las composiciones poéticas que
forman Yelmo florido, José Montero dio a
su sed de belleza el triple espectáculo de la armonía externa que significa la
orquestación zorrillesca, del sentimentalismo becqueriano y de la forma
impecable que culmina con el glorioso advenimiento de Rubén Darío.
Después le bastó escuchar la alondra que le cantaba en el corazón para
que se formara el poeta con la amplia, elevada y única acepción del
calificativo y de sus consecuencias.
José Montero incorporó a la pléyade de modernos portaliras una
expansiva sinceridad. No disfrazó los sentimientos con el conceptismo estilista,
ni supeditó la idea al reflejo verbal. Daba, en cambio, sensación de espontánea
frescura, como agua de manantial que brotara libre y fecunda, sin ayuda de los
complicados artilugios de una fuente versallesca.
Aunque multicorde, tenía, sin embargo, este poeta preferencias
ostensibles por determinados temas y concretas fases anímicas.
Era, por ejemplo, un gran soñador, enamorado de otras edades más enriquecidas
de heroísmo caballeresco y amatoria galanía que la actual. Adquiría en sus
cantos al pasado épica rotundez. Dotaba, además, a las fábulas de sus poemas
con escenarios vistos a la manera de un pintor.
Y también, cuando se reconcentraba en sí mismo, era corno un ruiseñor
extasiado en la frondosidad lírica de una noche vernal. ¡Con qué limpidez va
surtiendo la emoción de sus estrofas! ¡Con qué sutilísima delicadeza las moldeaba
y las daba grata forma! ¡Y qué amor tan claro, tan confesable por puro y por
casto a lo que simbolizaba para él la mujer castellana!
Portada de libro que dedicó a Pereda |
“Noble y grave -escribió en cierta ocasión la pluma ágil y el espíritu
admirable de Ramírez Ángel-, fulgurando en sus ojos la lumbre de las frondosas
glorias pasadas, por las que gusta de aventurarse perdidamente, la musa de José
Montero canta aquí con limpia, palpitante y robusta voz. Castellana de
luminosa estirpe, los pliegues de sus vestiduras no se descomponen ni su rostro
-bienaventuradamente sonrosado por el agua fresca de la sencillez- se crispa en
vanos esguinces ni en indignas muecas, ni en lastimosas gesticulaciones. El
amor a Castilla es terciopelo en su voz y ritmo sosegado en su habla. Esta
bella mujer, enemiga de estridencias y de veleidades, riega a la clara lumbre
de la aurora el huerto, henchido de fruta y de sombra sabrosas que los suyos la
legaron. Oyéndola, se advierte cuán a su gusto vive en este reposo, consagrada
al culto de las altas memorias y las sonoras tradiciones. Parece que está sola,
y en su notable apartamiento la envuelve un antiguo y magnífico resplandor -que
es corro el agua del huertecillo deleitoso-. Fuera de sus setos merodean las
renovaciones y rondan ávidamente las acechanzas. La hora es, asimismo, de revuelta
y desorden antes que de feliz ensimismamiento. Por entre turbias nubes, de
siluetas retorcidamente contraídas, pasan -no sin esfuerzo- claridades que
distan de ser puras y de alba. Pero en la musa del camarada querido -alma
adentro-amanece, y sin rencores, sin titubeos, sin tibiezas tampoco, se llega
al regato en cuyas linfas resuena nuestra edad de oro, y ante ellas compone su
tocado trémula de unción y de afán”.
Esta era la cualidad suprema de José Montero. Su españolismo, la
perdurabilidad preconcebida, voluntaria, en el credo ético y estético de
nuestra raza.
No le hallaremos, por lo tanto, pecados de alfeñicamiento, perversidad
o extravagancia erótica. Vino de las montañas cántabras, de los campos
campurrianos, a la meseta de Castilla con las manos lealmente tendidas y el
corazón inflamado de amor a su patria y a las tradiciones que la engrandecen.
A vuestra hidalga tierra
castellana
vengo desde ni¡ tierra
montañesa,
y al pie de vuestra recia
barbacana
os dejo el alma, con mis trovas,
presa.
Poco antes de Yelmo florido publicó Montero El Solitario de Proaño.
Fue éste uno de los curiosos y notables tipos de la Montaña durante el
siglo XIX. «Don Ángel de los Ríos -dice Montero en su advertencia al lector-,
rama desgajada de un árbol de nobleza, fue poeta, cronista y labriego; pero
sobre todo esto fue un recto espíritu que ardía ante las desigualdades en
santa ira, y llevaba en el alma las más rancias virtudes españolas: era
discreto, galante, caballeroso y liberal.»
Pero con ser muchos sus méritos personales y muy pintoresca su vida y
muy eficaz su obra en la sociedad turbulenta de hace cincuenta años, le destacó
sobre todo el haberle elegido como modelo del hidalgo de Provedaño el maestro
Pereda en Peñas arriba, la más montaríesa
de sus novelas.
José Montero sigue paso a paso la vida azarosa y pródiga de don Ángel
de los Ríos; le muestra con fuertes rasgos de velazqueña traza en su mansión
de Proaño, entregado a eruditos regocijos y agrarias ocupaciones. Finalmente,
culmina el libro con El romancero selecto del Cid, una de las más ingeniosas obras del hidalgo campurriano.
La Esfera volvió a recordar a José Montero 10 años después de su muerte |
El
Solitario de Proaño inicia, además, la serie de
biografías que José Montero se propuso escribir - con preferencia a toda otra
clase de obras- para realce y divulgación de las grandes figuras montañesas. El
propósito alcanza su más sólida realidad en el tomo titulado Pereda:
Glosas y comentarios de la vida y de los libros del ingenioso Hidalgo Montañés,
que Montero publicó hace justamente en año. A Pereda seguiría después el Casimiro Sáinz, dotado dio una extraña sugestión y del que ya tenía gran acopio de
materiales.
Pereda
está escrito en el Sanatorio de Guadarrama
durante el invierno de 1919, donde tuvo que refugiarse Montero para prolongar
algo más su triste vida, Así lo dice el propio autor en la dedicatoria al
doctor Luis Castillo, esa figura tan joven y ya tan destacada de la medicina
española:
«Eran los días lentos del invierno. Encadenado por un mal angustioso,
me consideraba vencido. La ilusión y la esperanza, sempiternas compañeras del
hombre, no estaban ya a mi lado. Habían huido como blancas palomas desbandadas
por la certera piedra del hondero. Jamás, como entonces, sentí tan profundo el
amor a la tierra, tal vez porque presentía el calor del regazo que, como madre,
nos ofrece al término de nuestro tránsito por la vida. Como nunca palpitó
también mi corazón por la Montaña, la región de los blandos paisajes, coronada
de nieblas y arrullada constantemente por los sones de sus robledales y la
música de sus aguas. Me acompañaba el recuerdo de sus valles húmedos y
apacibles, y oreaba mi frente, corno un viento lejano y saludable, la dorada
visión de sus mieses.»
Es entonces cuando José Montero escribe su obra fundamental. En ella
está resumida esa postrera exaltación de la tierra natal a través del que mejor
supo expresarla.
La figura de Pereda está estudiada de un modo entusiasta y al mismo
tiempo certero en ese libro admirable, uno de los más perfectos de la
literatura actual.
No podrá, realmente, hablarse de Pereda en lo sucesivo, sin que se cite
este libro de Montero, tan pleno de felices logros, tan rico de datos y tan
rebosante de amor a Cantabria, cuyos paisajes y cuyos escritores gustaba el
camarada sin fortuna evocar el año 1919, cuando creyó morir, y el año 1920,
cuando ha muerto...
Ya he comentado que José Montero
Iglesias mantenía una fecunda relación con afamados escritores de su época. Era
frecuente que nuestro paisano acudiera a la casa de Benito Pérez Galdós para
visitarle y departir sobre diversos temas. Una de esas visitas, acompañado por
su hijo José Montero Alonso, la relata su nieto José Montero Padilla en un
artículo que tituló Memoria de una visita
a Pérez Galdós (en la revista Poliédrica
Palabra de Acamfe –Asociación de Casas-Museos y Fundaciones de Escritores-;
junio de 2006). Cuenta el nieto de José Montero Iglesias que Benito Pérez Galdós ha sido -es- uno de mis
grandes fervores literarios. Entre mis primeras lecturas figuraron varios de
sus Episodios Nacionales, que yo leía
ansiosamente en la biblioteca de mi abuelo paterno, en las primeras ediciones
por la Editorial Hernando, con los colores de la bandera española en la
cubierta de los volúmenes.
Portada de El Patio de Monipodio |
Este fervor, esta pasión galdosiana,
nacieron no sólo a través de la lectura de los libros del novelista sino en
conversaciones con mi padre y en el recuerdo de mi abuelo, también escritor, -a
quien yo no llegué a conocer- pero del que ya sabía, desde muy niño, que había
sido amigo de Galdós.
Aprendí así cómo Galdós iba en los veranos a
Santander, a su finca llamada "San Quintín", frente a la hermosísima
bahía de esa ciudad. El escritor descansaba allí, y también trabajaba. Allí
escribió muchos de sus libros, que llevan, a su final, escuetamente, la
anotación, "San Quintín", y la fecha final de redacción de la obra.
Le gustaba ver desde su casa la entrada de
los barcos en el puerto. Y los saludaba con unas banderas que tenía en el
jardín de su casa. Y era frecuente que las embarcaciones correspondiesen a ese
saludo haciendo sonar sus sirenas.
En Santander, Galdós llevaba lógicamente una
vida más tranquila y sosegada que en Madrid. Allí iban a verle, entre muchas y
diversas gentes, personas que en el verano acudían a la ciudad. Por ejemplo,
actores de las compañías teatrales que actuaban en la capital montañesa durante
los meses estivales. Así, en "San Quintín" estuvieron la actriz
Margarita Xirgu, y Leovigildo Ruiz Tatay, un gran actor de la época hoy
olvidado, y María Guerrero, y Fernando Díaz de Mendoza...
Acudían también con frecuencia a saludar a
don Benito algunos periodistas montañeses, o afincados en Cantabria, y entre
ellos, de manera asidua, el director del diario El Cantábrico, José Estrañi, y un redactor de ese
periódico y director también de Revista Cántabra, José Montero Iglesias, abuelo mío paterno. Surgió así y allí la amistad
entre este último, galdosiano apasionado, y el autor de los Episodios
Nacionales. Una amistad matizada,
lógicamente, por la mucha diferencia de edad -casi cuarenta años- y por la
distancia entre un escritor excepcional y ya conocido universalmente y un
periodista provinciano que iniciaba por entonces su andadura literaria. Mi
abuelo alentaba ya entonces la idea de escenificar uno de los Episodios
Nacionales: el titulado Un voluntario
realista. La adaptación la hizo tiempo
adelante, Galdós la conoció, y años más tarde se ensayó y estuvo a punto de
estrenarse en Madrid. Azares de la vida teatral determinaron que la adaptación
realizada -la iba a interpretar la compañía de Margarita Xirgu en el madrileño
Teatro Español- no llegara a representarse.
En 1915, mi abuelo pasó de la redacción de un
diario santanderino a la de un importante grupo de revistas madrileñas: Mundo
Gráfico, Nuevo Mundo y La Esfera, esta última recién aparecida y que en seguida alcanzaría amplísima
difusión. Ya en Madrid se reanudó la relación con Galdós, relación que podría
entonces ser más frecuente. Mi abuelo se unió al grupo galdosiano que, junto a
la admiración al gran maestro de novelistas, sentía hacia él una amistad
fervorosa. Formaban ese grupo, cordial e íntimo, entre otros, los escritores
Ramón Pérez de Ayala, Emiliano Ramírez Ángel, Fernando Barreda, José Francés,
Marciano Zurita, Andrés González Blanco, José Montero Iglesias, el escultor
Victorio Macho...
Juntos unas veces, otras en solitario,
visitaban asiduamente a don Benito, con el deseo de que éste no percibiera
demasiado el aislamiento que los años, la pérdida de la visión y la enfermedad
iban determinando en él. Eran, todavía, los años de la Guerra Europea.
Un día, quizá a finales del año 1917, José
Montero Iglesias le anunció a su hijo (José Montero Alonso -mi padre-, con la
extraordinaria memoria que conservó hasta el final de su vida, me lo contó con
detalle en más de una ocasión): "-Mañana iremos a ver a don Benito."
A mi padre, estudiante entonces de
Bachillerato, el anuncio le causó una emoción profunda. Él había leído ya
algunos de los Episodios Nacionales y
la figura de su autor se le aparecía siempre gigantesca, como un mito. Y él
recordaba que aquella noche no durmió, pensando que al día siguiente iba a ver
a don Benito Pérez Galdós.
Reportaje de José Montero sobre San Quintín publicado en La Esfera en 1914 |
Le visitaron a primera hora de la tarde, en
el hotelito de la calle de Hilarión Eslava, que estaba a la entrada de esa
calle, a la izquierda según se va desde la calle de Alberto Aguilera, con el
número 7 en el edificio. (Desaparecido éste, ahora tan sólo una lápida recuerda
que en ese lugar vivió y murió el escritor). Subieron a la primera planta. En
una estancia grande y sobria estaba don Benito, sentado en un butacón. Una
manta le cubría las piernas. Su cabeza se mostraba destocada. Y su gesto era
tranquilo, sereno. Casi había perdido la vista ya, mas aquella tarde no llevaba
puestas las gafas oscuras que usaba casi siempre. A José Montero Iglesias y a
su hijo los había conducido, hasta aquella especie de salón modesto, un
servidor, llamado Paco, que estaba pendiente en todo momento del escritor.
-Don Benito -le dijo-... Son... Galdós
sonrió. Mi padre recordaba aquella sonrisa bondadosa y de qué manera alzó la
cabeza, como dirigiéndola hacia los que llegaban. Y habló, con una voz lenta,
que parecía cansada, y era al mismo tiempo afectuosa, íntima:
-¿Qué tal? Yo aquí, ya ven, prisionero...
Preguntó por algunos amigos. Mi abuelo le informaba sobre ellos. Se interesó
por otros temas. Y prosiguió la conversación, aunque don Benito hablaba poco.
Comentó algo sobre una obra teatral que
preparaba: Santa Juana de Castilla.
(Se estrenó, en el teatro madrileño de la Princesa, la noche del 8 de mayo de
1918).
-¡Esa noche -dijo entonces mi abuelo- mi
hijo y yo le aplaudiremos a usted más que nadie!...
La actitud de Galdós había sido hasta
entonces sosegada, impasible, casi inmóvil, tal como podemos contemplarlo en el
monumento hecho por Victorio Macho y que se encuentra en el parque madrileño
del Retiro. De pronto, su voz se le hizo trémula. Su mano buscó la de Montero
Iglesias y se la estrechó fuertemente:
-¡Qué buenos son ustedes conmigo! -exclamó-.
De cuando en cuando entraba en la estancia
una joven vestida de oscuro, muy bonita según destacaba siempre José Montero
Alonso al evocar estos recuerdos suyos de tan singular ocasión. Era una hija
del torero Machaquito y ahijada del novelista. También el servidor, Paco,
asomaba con frecuencia por si don Benito quería algo. Éste interrogó,
refiriéndose a mi padre:
-¿Y qué hace este muchacho? ¿Estudia? ¿Qué
va a ser?
Montero Alonso -un muchacho de trece o
catorce años- no decía palabra. Le resultaba imposible. Y su padre iba
respondiendo por él. Galdós escuchaba, asentía con la cabeza.
Llegó el momento de la despedida. Montero
Alonso recordaría siempre las últimas palabras que le dirigió don Benito:
-...Y tú, chaval, tenme por amigo tuyo. Y sé
bueno siempre...
Abandonaron la casa y salieron a la calle.
Era una tarde muy gris, de aire fino y frío. Echaron a andar y durante un rato
no se dijeron nada. O acaso se lo estaban diciendo sin palabras. Iban, en busca
de un tranvía, a la cercana calle de Alberto Aguilera. Y mientras lo esperaban,
mi abuelo preguntó:
Fotografía de José Montero publicada en El Eco del Águeda |
-¿Y qué te ha parecido don Benito?
Pienso, al llegar aquí, que acaso me he
extendido con exceso en el relato de una memoria familiar singularmente
entrañable para mí. Mauricio Maeterlinck afirmó en una ocasión: "Sólo
recordaremos de la vida aquellos instantes en que tuvimos el valor de callar".
Sin embargo, en este lugar, hermosamente
evocador de la existencia y la personalidad de Pérez Galdós, yo no he querido
silenciar, y precisamente como homenaje al autor de Misericordia, unos lejanos recuerdos que constituyen
parte singular de mis mejores orgullos.
Como colofón,
y por ceñir algo más sus vínculos con su Ciudad Rodrigo natal, también como
reivindicación de su figura, quisiera incluir en estas notas el poema que José
Montero Iglesias dedicó a Miróbriga en el concurso poético-literario de los
juegos florales de 1910, celebrado el 10 de julio, y que obtuvo el primer
galardón, la denominada “flor natural”, con el lema Sobre la lumbre de tus estrellas
I
Ciudad
bendita, luz de la historia:
con
mis ensueños y mis cantares
cruzo
amoroso tus encinares
y
enamorado de tu áurea gloria
llego
ante el ara de tus altares.
Mi
alto cayado de peregrino
a
tus honrados umbrales llama:
abre
tus puertas a mi destino
y
oye el acento, que en ti derrama
las
tonadillas que da el camino.
Eres
la cuna de mis mayores,
bajo
tu cielo vine a la vida,
de
ti me echaron rudos dolores
y
hoy a ti vuelvo con mis amores
sobre
una dulce senda florida.
Te
llevo acentos tradicionales,
voces
del alma, tiernas y puras
como
las coplas de tus zagales,
sones
y arrullos, rimas obscuras
como
la sombra de tus parrales.
En
otro ambiente fueron nacidas,
bajo
otros cielos fueron sentidas
y
en otras tierras se alimentaron...
¡Por
ti nacieron, por ti vibraron
junto
a mi pecho, siempre escondidas!
Su
ritmo tiene la fuerza muda
de
la rugiente canción sonora
con
que el mar bate la costa muda
y
entre sus versos palpita y mora,
como
una perla, mi alma desnuda.
No
las rechaces.... Son el presente
que
a tus amores un hijo envía...
¿No
eres mi madre? Pues sé clemente:
¡Llámame
tuyo, porque eres mía!
¡Posa
tus labios sobre mi frente!
II
Desde
la orilla del mar norteño,
te
he visto, madre, castiza y noble,
como
en la errante nube de un sueño,
dulce
y lejana ciudad de ensueño,
de
rostro altivo y alma de roble.
Bajo
las luces de un cielo ardiente
tus
anchos campos se desparraman,
llenos
de vida sana y riente,
y
el rostro alegran y el pecho inflaman
en
un incendio de amor vehemente.
En
ellos brillan las amapolas
como
gigantes glóbulos rojos,
ondea
el trigo sus rubias pías
y
se columpian gayas corolas
entre
poleos y entre matojos.
Y
la corriente del manso río
te
canta y besa con dulce halago,
riega
tus huertas, baña el plantío,
y
por las noches del claro estío
te
arrulla y mece doliente y vago.
El
es espejo de tu belleza,
arpa
que canta tu gentileza,
lira
que tiene robustos sones
para
los días de tu grandeza,
para
los timbres de tus blasones.
Él
tiene cantos de poesía,
él
tiene acentos de cortesía,
dulces
o graves, voces aladas
con
que saluda tus alboradas,
con
que celebra tus bizarrías.
Y
cuando corre bravo y rugiente,
y
se desborda como un torrente
saltando
casas y paredones,
en
broncas ondas, turbias e hirvientes,
dicen
sus aguas que le perdones.
Es
que en su lecho, como en tu tierra,
florece
el germen de la energía
de
tu indomable raza bravía...
¡Esa
indomable raza de guerra
que
hasta en sus odios tiene hidalguía!
Te
he visto, madre. .. grave y austera,
blasón
de España, prez de la historia,
fuerte
y altiva, llena de gloria,
como
infanzona ruda y severa,
bajo
un ardiente sol de victoria.
Te
he visto, madre, flor de Castilla,
con
tus rebaños y tus toradas,
con
tus zagales en las majadas,
hombres
de hierro, gente sencilla,
que
te adormece con sus tonadas.
Y
desde lejos te he venerado
como
a una virgen en los altares,
enamorado
de
tus bellezas crepusculares,
del
sol de gloria de tu pasado...
Pétreo
castillo, viejo coloso,
fiel
centinela;
dórico
templo majestuoso
donde
las almas buscan reposo,
la
fe revive y el amor vela.
Alta
muralla, que desafía
la
audacia loca de quien pretenda
domar
soberbio tu bizarría,
escudo
noble de tu hidalguía,
mudo
testigo de tu leyenda.
Hondas
escarpas, viejos sillares
que
con su encaje borda la yedra;
broncos
cañones, áureos altares,
rancios
solares,
santas
y altivas cruces de piedra...
Sois
como páginas de un libro abierto
que
hablan al siglo, libro de oro
donde
se guarda como un tesoro
toda
la historia del mundo muerto,
timbre
de gloria bello y sonoro.
Vibra
en vosotros la voz austera
de
otras edades, voz pregonera
que
dice al mundo: soy castellana
tierra
de hidalgos, noble y severa
siempre
española, siempre cristiana.
Soy
un pedazo de la llanura
que
dio a la patria nuevos destinos,
y
enamorada de su locura
siguió
con ella por los caminos
de
su gloriosa sed de aventura.
Soy
de la ruda tierra esforzada,
cuna
de santos, madre de reyes,
nunca
humillada,
que
hizo temible su recia espada,
sembró
costumbres y dictó leyes.
Soy
de la raza conquistadora,
de
genio altivo y aventurero,
que
dio a otros pueblos luces de aurora.
¡Soy
de la raza dominadora
del
Romancero!
Soy
de esta tierra la preferida
por
sus proezas, soy la temida
por
sus hidalgos pechos leales,
soy
la elegida
para
pomposas bodas reales.
Y
hay en mi suelo, feraz y sano,
haces
de espadas y lambrequines,
sombras
de infantes y paladines,
y
vibra y suena, del monte al llano,
el
toque bélico de cien clarines.
Yo
soy la cuna noble y famosa
del
dulce Delio, luz peregrina,
en
cuya tierna lira armoniosa
rimó
sus trovas Mirta divina,
con
sus menudos dedos de rosa.
Y
entre el ramaje de la arboleda,
sobre
mis campos y mis trigales,
y
bajo el toldo de la alameda,
vibran
los salmos y madrigales,
corno
una brisa flotante y leda.
Así,
a la sombra de mi castillo,
vivo
entre glorias y tradiciones
al
manso arrullo de mis canciones,
como
un caudillo
con
el orgullo de sus blasones.
Yo
soy la fuerte, yo soy la esquiva
a
quien quisieron los imperiales
hollar
audaces la frente altiva....
¡Yo
fui el asombro de mis rivales
con
los cimientos de mi fe viva!
Desde
los altos de mi muralla
mis
nobles hijos, fieles y sanos,
dieron
sus pechos a la metralla,
y
en los horrores de la batalla
como
en sus fiestas, fueron hermanos.
¡Todos
el mismo ideal sintieron!
¡Todos
lucharon! ¡Juntos murieron!
¡Gloria
a mis hijos y a la corona
que
me tejieron
para
ser grande como Gerona!
¡Sereno
Herrasti! ¡Fiel Aparicio!
Sombras
augustas de alta memoria...
¡Sois
como un áureo sol de victoria!
¡Tenéis
el lauro del sacrificio!
¡De
vuestro esfuerzo nació mi gloria!
Sánchez
hidalgo, prez de la raza
de
rostro altivo, de férrea mano,
¡eres
orgullo del suelo hispano,
genio
invencible de adusta traza
como
otro heroico Cid castellano!
Ved
mis iglesias ametralladas,
vez
mis murallas desguarnecidas,
vez
mis riberas bombardeadas...
¡Son
el sepulcro de muchas vidas
en
mis altares sacrificadas!
Mirad
sus cruces, mirad sus fosos,
donde
la patria fe se agiganta;
¡aunque
postrados y silenciosos,
si
los humilla traidora planta,
darán
de nuevo días gloriosos!
III
¡Salve
Miróbriga!, ¡Sol de la historia,
ciudad
bendita de mis amores,
llena
de luces y de colores...!
¡Nido
de risas, fanal de gloria,
preciada
cuna de mis mayores!
Desde
la orilla del mar norteño
busco
anhelante
tu
fresca boca, rica y fragante...
¡Quiero
ser tuvo, velar tu sueño,
cantar
tu siesta como un amante!
Quiero
dormirme bajo tus frondas,
quiero
empaparme de tu hidalguía,
quiero
llenarme de poesía,
ver
de tu río las claras ondas,
besar
tu tierra, llamarte mía.
Quiero
en tus campos mirar al cielo;
quiero
un pedazo de santo suelo,
ese
olvidado trozo de tierra,
que
es de mi madre, ¡donde se encierra
todo
mi anhelo!
Suelo
bendito, duros terrones
donde
descansa su cuerpo frío,
en
ti se cifran mis ambiciones,
a
ti van todas mis oraciones...,
¡por
eso quiero llamarte mío!
Ciudad
bendita de mis amores,
oye
mi canto, dame tus flores,
buena
y piadosa,
para
ponerlas con mis dolores,
como
una ofrenda sobre su fosa.
Llámame
tuyo... Sé mi consuelo,
guarda
mis rimas, di que son bellas...
¡Colma
en mi madre tan dulce anhelo,
porque
te mira desde tu cielo
sobre
la lumbre de tus estrellas!
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