viernes, 9 de enero de 2015

Galería de ilustres mirobrigenses: José Montero Iglesias

Es uno de los grandes olvidados entre los ilustres mirobrigenses. Su relevancia literaria, su reconocimiento también como periodista, unido al apego que tuvo a su patria chica pese a la distancia que le llevó su labor profesional, primero en Santander y luego en Madrid, hace de José Montero Iglesias (1878-1920) uno de los baluartes de las letras mirobrigenses. Sus vínculos con lo más granado de la literatura española de finales del XIX y durante los dos primeras décadas del siglo XX sobrarían para poner de manifiesto su importancia en la creación literaria, periodística y humorística que desempeñó en su corta pero fecunda vida. Murió demasiado joven, a los 42 años. Una penosa y sufrida enfermedad le apartó de un mundo en el que ya empezaba a ser reconocido. Su bonhomía le granjeó la amistad de numerosos eruditos, de prolíficos creadores en distintas artes. Ciudad Rodrigo siempre ha estado en deuda con José Montero Iglesias, el germen también de una saga de escritores, críticos y periodistas con reconocimiento nacional e internacional: su hijo, José Montero Alonso, entre otras muchas distinciones, fue doblemente Premio Nacional de Literatura; su nieto, José Montero Padilla, es un reconocido crítico literario; y su bisnieto, José Montero Reguera, es uno de los grandes y actuales especialistas en la literatura del Siglo de Oro y también uno de los principales cervantistas desde su cátedra en la Universidad de Vigo.

José Montero Iglesias
  José Montero Iglesias no pudo despedirse de Ciudad Rodrigo como tal vez hubiera querido. Una enfermedad le arrebató la vida muriendo en el sanatorio de Guadarrama en julio de 1920, cuando tan solo contaba con 42 años de edad y un futuro prometedor. La prensa en general de España se hizo eco de su muerte, tributándole distintas necrológicas. Aunque el distanciamiento físico con su localidad natal fue evidente y progresivo por su dedicación profesional como periodista, siempre mantuvo vínculos latentes con su amada Miróbriga, a la que ensalzaba reiteradamente. No obstante, en las necrológicas sobre su fallecimiento se le suele tildar como santanderino, primer destino profesional en distintos diarios y revistas cántabras. José Montero Iglesias había nacido en el número 2 de la calle de La Cortina, denominación que se propuso cambiar años después para convertirle en epónimo, propuesta, como la del traslado de sus restos a Ciudad Rodrigo, que se fueron diluyendo.
           Para glosar su vida y su obra he rescatado dos necrológicas, una local y otra de ámbito nacional, para darle la justa proyección. La primera fue publicada en el semanario mirobrigense La Iberia en la portada del número del 24 de julio de 1920. Decía así: Después de larga y penosa enfermedad, ha dejado de existir en el sanatorio de Guadarra­ma y cuando terminaba de conseguir el éxito que justamente aspiraba como remuneración a sus constantes trabajos, nuestro paisano don José Montero Iglesias.
Contaba actualmente 42 años este ilustre mirobrigense, pues a pesar de cuanto han dicho los periódicos de Madrid y provincias, na­ció en Ciudad Rodrigo, en el número 2, de la calle de la Cortina, del Arrabal de San Francis­co. Desde nuestra ciudad se trasladó a Santan­der; desde muy joven, en aquella ciudad montañesa, comenzó su labor literaria formando parte de la redacción de E1 Diario Montañés y más tarde en la de E1 Cantábrico, desde donde sos­tuvo grandes y brillantes campañas periodísti­cas por lo que adquirió gran reputación. Des­pués ingresó en Madrid en la edacción de la Prensa Gráfica donde todos hemos conocido su valiosa y activa labor, principalmente como poeta.
El Eco del Águeda anunció en 1927 el traslado de sus restos
Deja varias obras en verso y prosa, como E1 solitario de Proaño; Yelmo florido, bellísi­ma colección de poesías; Pereda, y el drama en verso Un voluntario realista, inspirado en la preciosa novela del mismo título, del inmortal Pérez Galdós, aparte de otras novelas y obras de teatro casi terminadas.
Su "patria chica" guarda para el malogra­do escritor gratos recuerdos. En la memoria de todos está que nuestro poeta fue premiado en los Juegos Florales verificados en nuestra ciudad, en mayo de 1910.
Y ahora cuando la vida le sonreía, la muer­te le ha sorprendido en plena juventud, quedan­do en la orfandad y llena de sentimiento una numerosa familia.
Descanse en paz nuestro paisano, amigo y compañero.
Más extensa y con otro perfil es la necrológica publicada en la revista La Esfera, en donde era habitual colaborador. También apareció en el número del 24 de julio de 1920 y afirmaba: En el cementerio aldeaniego de Navacerrada, a la luz ya indecisa de un crepúsculo do­minical, hemos enterrado a nuestro amigo. Tenía cuarenta años de una vida entregada al dolor, al sacrificio y al trabajo.
A lo largo de esa vida, entre las alternativas de una labor periodística obstinada y entusiasta, fue realizando su obra literaria: versos, estu­dios biográfico-críticos de montañeses ilustres, narraciones breves, comedias. La gloria tendía sobre estos esfuerzos de un artista, enfermo de cuerpo y recio de alma, sus fulgores cálidos. Y él, hurañamente, altivamente, ni siquiera pare­cía notar ese claror suave que venía a buscar el fondo obscuro de su existencia atormentada.
Alto, cetrino, flaco -cada vez más flaco-, se alejaba del mundo en largas estadas serranie­gas que le fortalecían el ansia idealista con los reposos lentos, la soledad sonora y la contem­plación á toda hora de la naturaleza libre en las alturas.
Estaban un poco lejos aquellos días testaru­dos y fatigosos de la adolescencia, cuando las tareas casi anónimas de los periódicos provincianos. Más cer­ca de su memoria y más dentro de su corazón los otros días de Madrid, cuando iba dejando en La Esfera, en Nuevo Mundo, en Mundo Gráfico su estela de poeta.
Retrato aparecido como ilustración de la necrológica de La Esfera
Se sabía espiado, infugable, de la muerte, y, sin embargo, trabajaba en sus libros, ya sin prisa y sin rencor, a los hombres felices y sanos: el Pere­da, de 1919; la novela inconclusa que había de reflejar su vida en el sana­torio, y cuyo epílogo sería -con un presentimiento fatal- el suyo mismo, en una noche serena -henchida de vitalidad- de verano y la calma su­prema después en ese mismo cemen­terio aldeaniego de Navacerrada, donde le hemos dejado para siempre.
José Montero ha escrito varias obras: Soledad, La sombra de Otelo, Carne y mármol, Yelmo florido, El Solitario de Proaño y Pereda. Se aso­mó también, con fortuna, al teatro en obras como El patio de Monipodio y Un voluntario realista, arreglo esta última de la novela galdosiana de igual titulo, robustamente versifica­da con aquel hálito romántico y aque­lla castellana sobriedad que eran los timbres literarios de nuestro amigo.
Pero sus obras fundamentales y las que fijan de un modo decisivo la personalidad de José Montero en las letras de su tiempo, son el tomo de poesías Yelmo florido y las biografías crítico­novelescas de dos grandes figuras montañesas: D. José María de Pereda y D. Ángel de los Ríos.
Antes de concretarse a sí mismo en las com­posiciones poéticas que forman Yelmo florido, José Montero dio a su sed de belleza el triple espectáculo de la armonía externa que significa la orquestación zorrillesca, del sentimentalismo becqueriano y de la forma impecable que culmi­na con el glorioso advenimiento de Rubén Darío.
Después le bastó escuchar la alondra que le cantaba en el corazón para que se formara el poeta con la amplia, elevada y única acepción del calificativo y de sus consecuencias.
José Montero incorporó a la pléyade de mo­dernos portaliras una expansiva sinceridad. No disfrazó los sentimientos con el conceptismo es­tilista, ni supeditó la idea al reflejo verbal. Daba, en cambio, sensación de espontánea frescura, como agua de manantial que brotara libre y fe­cunda, sin ayuda de los complicados artilugios de una fuente versallesca.
Aunque multicorde, tenía, sin embargo, este poeta preferencias ostensibles por determinados temas y concretas fases anímicas.
Era, por ejemplo, un gran soñador, enamora­do de otras edades más enriquecidas de heroís­mo caballeresco y amatoria galanía que la ac­tual. Adquiría en sus cantos al pasado épica ro­tundez. Dotaba, además, a las fábulas de sus poemas con escenarios vistos a la manera de un pintor.
Y también, cuando se reconcentraba en sí mismo, era corno un ruiseñor extasiado en la frondosidad lírica de una noche vernal. ¡Con qué limpidez va surtiendo la emoción de sus es­trofas! ¡Con qué sutilísima delicadeza las mol­deaba y las daba grata forma! ¡Y qué amor tan claro, tan confesable por puro y por casto a lo que simbolizaba para él la mujer castellana!
Portada de libro que dedicó a Pereda
“Noble y grave -escribió en cierta ocasión la pluma ágil y el espíritu admirable de Ramírez Ángel-, fulgurando en sus ojos la lumbre de las frondosas glorias pasadas, por las que gusta de aventurarse perdidamente, la musa de José Montero canta aquí con limpia, palpitante y ro­busta voz. Castellana de luminosa estirpe, los pliegues de sus vestiduras no se descomponen ni su rostro -bienaventuradamente sonrosado por el agua fresca de la sencillez- se crispa en vanos esguinces ni en indignas muecas, ni en lastimosas gesticulaciones. El amor a Castilla es terciopelo en su voz y ritmo sosegado en su habla. Esta bella mujer, enemiga de estridencias y de veleidades, riega a la clara lumbre de la aurora el huerto, henchido de fruta y de sombra sabrosas que los suyos la legaron. Oyéndola, se advierte cuán a su gusto vive en este reposo, consagrada al culto de las altas memorias y las sonoras tradiciones. Parece que está sola, y en su notable apartamiento la envuelve un antiguo y magnífico resplandor -que es corro el agua del huertecillo deleitoso-. Fuera de sus setos merodean las renovaciones y rondan ávidamen­te las acechanzas. La hora es, asimismo, de re­vuelta y desorden antes que de feliz ensimisma­miento. Por entre turbias nubes, de siluetas re­torcidamente contraídas, pasan -no sin esfuer­zo- claridades que distan de ser puras y de alba. Pero en la musa del camarada querido­ -alma adentro-amanece, y sin rencores, sin ti­tubeos, sin tibiezas tampoco, se llega al regato en cuyas linfas resuena nuestra edad de oro, y ante ellas compone su tocado trémula de unción y de afán”.
Esta era la cualidad suprema de José Monte­ro. Su españolismo, la perdurabilidad preconce­bida, voluntaria, en el credo ético y estético de nuestra raza.
No le hallaremos, por lo tanto, pecados de alfeñicamiento, perversidad o extravagancia erótica. Vino de las montañas cántabras, de los campos campurrianos, a la meseta de Castilla con las manos lealmente tendidas y el corazón inflamado de amor a su patria y a las tradicio­nes que la engrandecen.

A vuestra hidalga tierra castellana
vengo desde ni¡ tierra montañesa,
y al pie de vuestra recia barbacana
os dejo el alma, con mis trovas, presa.

Poco antes de Yelmo florido publicó Montero El Solitario de Proaño.
Fue éste uno de los curiosos y notables tipos de la Montaña durante el siglo XIX. «Don Ángel de los Ríos -dice Montero en su advertencia al lector-, rama desgajada de un árbol de nobleza, fue poeta, cronista y labriego; pero sobre todo esto fue un recto espíritu que ardía ante las des­igualdades en santa ira, y llevaba en el alma las más rancias virtudes españolas: era discreto, galante, caballeroso y liberal.»
Pero con ser muchos sus méritos personales y muy pintoresca su vida y muy eficaz su obra en la sociedad turbulenta de hace cincuenta años, le destacó sobre todo el haber­le elegido como modelo del hidalgo de Provedaño el maestro Pereda en Peñas arriba, la más montaríesa de sus novelas.
José Montero sigue paso a paso la vida azarosa y pródiga de don Án­gel de los Ríos; le muestra con fuer­tes rasgos de velazqueña traza en su mansión de Proaño, entregado a eru­ditos regocijos y agrarias ocupacio­nes. Finalmente, culmina el libro con El romancero selecto del Cid, una de las más ingeniosas obras del hidalgo campurriano.
La Esfera volvió a recordar a José Montero 10 años después de su muerte
El Solitario de Proaño inicia, ade­más, la serie de biografías que José Montero se propuso escribir - con preferencia a toda otra clase de obras- para realce y divulgación de las grandes figuras montañesas. El propósito alcanza su más sólida reali­dad en el tomo titulado Pereda: Glo­sas y comentarios de la vida y de los libros del ingenioso Hidalgo Monta­ñés, que Montero publicó hace justa­mente en año. A Pereda seguiría des­pués el Casimiro Sáinz, dotado dio una extraña sugestión y del que ya tenía gran acopio de materiales.
Pereda está escrito en el Sanatorio de Guadarrama durante el invierno de 1919, donde tuvo que refugiarse Mon­tero para prolongar algo más su triste vida, Así lo dice el propio autor en la dedicatoria al doctor Luis Castillo, esa figura tan joven y ya tan destacada de la medicina española:
«Eran los días lentos del invierno. Encadenado por un mal angustioso, me conside­raba vencido. La ilusión y la esperanza, sempi­ternas compañeras del hombre, no estaban ya a mi lado. Habían huido como blancas palomas des­bandadas por la certera piedra del hondero. Ja­más, como entonces, sentí tan profundo el amor a la tierra, tal vez porque presentía el calor del regazo que, como madre, nos ofrece al térmi­no de nuestro tránsito por la vida. Como nunca palpitó también mi corazón por la Montaña, la región de los blandos paisajes, coronada de nie­blas y arrullada constantemente por los sones de sus robledales y la música de sus aguas. Me acompañaba el recuerdo de sus valles húmedos y apacibles, y oreaba mi frente, corno un viento le­jano y saludable, la dorada visión de sus mieses.»
Es entonces cuando José Montero escribe su obra fundamental. En ella está resumida esa postrera exaltación de la tierra natal a través del que mejor supo expresarla.
La figura de Pereda está estudiada de un modo entusiasta y al mismo tiempo certero en ese libro admirable, uno de los más perfectos de la literatura actual.
No podrá, realmente, hablarse de Pereda en lo sucesivo, sin que se cite este libro de Monte­ro, tan pleno de felices logros, tan rico de da­tos y tan rebosante de amor a Cantabria, cuyos paisajes y cuyos escritores gustaba el camarada sin fortuna evocar el año 1919, cuando creyó morir, y el año 1920, cuando ha muerto...
Ya he comentado que José Montero Iglesias mantenía una fecunda relación con afamados escritores de su época. Era frecuente que nuestro paisano acudiera a la casa de Benito Pérez Galdós para visitarle y departir sobre diversos temas. Una de esas visitas, acompañado por su hijo José Montero Alonso, la relata su nieto José Montero Padilla en un artículo que tituló Memoria de una visita a Pérez Galdós (en la revista Poliédrica Palabra de Acamfe –Asociación de Casas-Museos y Fundaciones de Escritores-; junio de 2006). Cuenta el nieto de José Montero Iglesias que Benito Pérez Galdós ha sido -es- uno de mis grandes fervores literarios. Entre mis primeras lecturas figuraron varios de sus Episodios Nacionales, que yo leía ansiosamente en la biblioteca de mi abuelo paterno, en las primeras ediciones por la Editorial Hernando, con los colores de la bandera española en la cubierta de los volúmenes.
Portada de El Patio de Monipodio
Este fervor, esta pasión galdosiana, nacieron no sólo a través de la lectura de los libros del novelista sino en conversaciones con mi padre y en el recuerdo de mi abuelo, también escritor, -a quien yo no llegué a conocer- pero del que ya sabía, desde muy niño, que había sido amigo de Galdós.
Aprendí así cómo Galdós iba en los veranos a Santander, a su finca llamada "San Quintín", frente a la hermosísima bahía de esa ciudad. El escritor descansaba allí, y también trabajaba. Allí escribió muchos de sus libros, que llevan, a su final, escuetamente, la anotación, "San Quintín", y la fecha final de redacción de la obra.
Le gustaba ver desde su casa la entrada de los barcos en el puerto. Y los saludaba con unas banderas que tenía en el jardín de su casa. Y era frecuente que las embarcaciones correspondiesen a ese saludo haciendo sonar sus sirenas.
En Santander, Galdós llevaba lógicamente una vida más tranquila y sosegada que en Madrid. Allí iban a verle, entre muchas y diversas gentes, personas que en el verano acudían a la ciudad. Por ejemplo, actores de las compañías teatrales que actuaban en la capital montañesa durante los meses estivales. Así, en "San Quintín" estuvieron la actriz Margarita Xirgu, y Leovigildo Ruiz Tatay, un gran actor de la época hoy olvidado, y María Guerrero, y Fernando Díaz de Mendoza...
Acudían también con frecuencia a saludar a don Benito algunos periodistas montañeses, o afincados en Cantabria, y entre ellos, de manera asidua, el director del diario El Cantábrico, José Estrañi, y un redactor de ese periódico y director también de Revista Cántabra, José Montero Iglesias, abuelo mío paterno. Surgió así y allí la amistad entre este último, galdosiano apasionado, y el autor de los Episodios Nacionales. Una amistad matizada, lógicamente, por la mucha diferencia de edad -casi cuarenta años- y por la distancia entre un escritor excepcional y ya conocido universalmente y un periodista provinciano que iniciaba por entonces su andadura literaria. Mi abuelo alentaba ya entonces la idea de escenificar uno de los Episodios Nacionales: el titulado Un voluntario realista. La adaptación la hizo tiempo adelante, Galdós la conoció, y años más tarde se ensayó y estuvo a punto de estrenarse en Madrid. Azares de la vida teatral determinaron que la adaptación realizada -la iba a interpretar la compañía de Margarita Xirgu en el madrileño Teatro Español- no llegara a representarse.
En 1915, mi abuelo pasó de la redacción de un diario santanderino a la de un importante grupo de revistas madrileñas: Mundo Gráfico, Nuevo Mundo y La Esfera, esta última recién aparecida y que en seguida alcanzaría amplísima difusión. Ya en Madrid se reanudó la relación con Galdós, relación que podría entonces ser más frecuente. Mi abuelo se unió al grupo galdosiano que, junto a la admiración al gran maestro de novelistas, sentía hacia él una amistad fervorosa. Formaban ese grupo, cordial e íntimo, entre otros, los escritores Ramón Pérez de Ayala, Emiliano Ramírez Ángel, Fernando Barreda, José Francés, Marciano Zurita, Andrés González Blanco, José Montero Iglesias, el escultor Victorio Macho...
Juntos unas veces, otras en solitario, visitaban asiduamente a don Benito, con el deseo de que éste no percibiera demasiado el aislamiento que los años, la pérdida de la visión y la enfermedad iban determinando en él. Eran, todavía, los años de la Guerra Europea.
Un día, quizá a finales del año 1917, José Montero Iglesias le anunció a su hijo (José Montero Alonso -mi padre-, con la extraordinaria memoria que conservó hasta el final de su vida, me lo contó con detalle en más de una ocasión): "-Mañana iremos a ver a don Benito."
A mi padre, estudiante entonces de Bachillerato, el anuncio le causó una emoción profunda. Él había leído ya algunos de los Episodios Nacionales y la figura de su autor se le aparecía siempre gigantesca, como un mito. Y él recordaba que aquella noche no durmió, pensando que al día siguiente iba a ver a don Benito Pérez Galdós.
Reportaje de José Montero sobre San Quintín publicado en La Esfera en 1914
Le visitaron a primera hora de la tarde, en el hotelito de la calle de Hilarión Eslava, que estaba a la entrada de esa calle, a la izquierda según se va desde la calle de Alberto Aguilera, con el número 7 en el edificio. (Desaparecido éste, ahora tan sólo una lápida recuerda que en ese lugar vivió y murió el escritor). Subieron a la primera planta. En una estancia grande y sobria estaba don Benito, sentado en un butacón. Una manta le cubría las piernas. Su cabeza se mostraba destocada. Y su gesto era tranquilo, sereno. Casi había perdido la vista ya, mas aquella tarde no llevaba puestas las gafas oscuras que usaba casi siempre. A José Montero Iglesias y a su hijo los había conducido, hasta aquella especie de salón modesto, un servidor, llamado Paco, que estaba pendiente en todo momento del escritor.
-Don Benito -le dijo-... Son... Galdós sonrió. Mi padre recordaba aquella sonrisa bondadosa y de qué manera alzó la cabeza, como dirigiéndola hacia los que llegaban. Y habló, con una voz lenta, que parecía cansada, y era al mismo tiempo afectuosa, íntima:
-¿Qué tal? Yo aquí, ya ven, prisionero... Preguntó por algunos amigos. Mi abuelo le informaba sobre ellos. Se interesó por otros temas. Y prosiguió la conversación, aunque don Benito hablaba poco.
Comentó algo sobre una obra teatral que preparaba: Santa Juana de Castilla. (Se estrenó, en el teatro madrileño de la Princesa, la noche del 8 de mayo de 1918).
-¡Esa noche -dijo entonces mi abuelo- mi hijo y yo le aplaudiremos a usted más que nadie!...
La actitud de Galdós había sido hasta entonces sosegada, impasible, casi inmóvil, tal como podemos contemplarlo en el monumento hecho por Victorio Macho y que se encuentra en el parque madrileño del Retiro. De pronto, su voz se le hizo trémula. Su mano buscó la de Montero Iglesias y se la estrechó fuertemente:
-¡Qué buenos son ustedes conmigo! -exclamó-.
De cuando en cuando entraba en la estancia una joven vestida de oscuro, muy bonita según destacaba siempre José Montero Alonso al evocar estos recuerdos suyos de tan singular ocasión. Era una hija del torero Machaquito y ahijada del novelista. También el servidor, Paco, asomaba con frecuencia por si don Benito quería algo. Éste interrogó, refiriéndose a mi padre:
-¿Y qué hace este muchacho? ¿Estudia? ¿Qué va a ser?
Montero Alonso -un muchacho de trece o catorce años- no decía palabra. Le resultaba imposible. Y su padre iba respondiendo por él. Galdós escuchaba, asentía con la cabeza.
Llegó el momento de la despedida. Montero Alonso recordaría siempre las últimas palabras que le dirigió don Benito:
-...Y tú, chaval, tenme por amigo tuyo. Y sé bueno siempre...
Abandonaron la casa y salieron a la calle. Era una tarde muy gris, de aire fino y frío. Echaron a andar y durante un rato no se dijeron nada. O acaso se lo estaban diciendo sin palabras. Iban, en busca de un tranvía, a la cercana calle de Alberto Aguilera. Y mientras lo esperaban, mi abuelo preguntó:
Fotografía de José Montero publicada en El Eco del Águeda
-¿Y qué te ha parecido don Benito?
 Pienso, al llegar aquí, que acaso me he extendido con exceso en el relato de una memoria familiar singularmente entrañable para mí. Mauricio Maeterlinck afirmó en una ocasión: "Sólo recordaremos de la vida aquellos instantes en que tuvimos el valor de callar".
Sin embargo, en este lugar, hermosamente evocador de la existencia y la personalidad de Pérez Galdós, yo no he querido silenciar, y precisamente como homenaje al autor de Misericordia, unos lejanos recuerdos que constituyen parte singular de mis mejores orgullos.
Como colofón, y por ceñir algo más sus vínculos con su Ciudad Rodrigo natal, también como reivindicación de su figura, quisiera incluir en estas notas el poema que José Montero Iglesias dedicó a Miróbriga en el concurso poético-literario de los juegos florales de 1910, celebrado el 10 de julio, y que obtuvo el primer galardón, la denominada “flor natural”, con el lema Sobre la lumbre de tus estrellas

I
Ciudad bendita, luz de la historia:
con mis ensueños y mis cantares
cruzo amoroso tus encinares
y enamorado de tu áurea gloria
llego ante el ara de tus altares.

Mi alto cayado de peregrino
a tus honrados umbrales llama:
abre tus puertas a mi destino
y oye el acento, que en ti derrama
las tonadillas que da el camino.

Eres la cuna de mis mayores,
bajo tu cielo vine a la vida,
de ti me echaron rudos dolores
y hoy a ti vuelvo con mis amores
sobre una dulce senda florida.

Te llevo acentos tradicionales,
voces del alma, tiernas y puras
como las coplas de tus zagales,
sones y arrullos, rimas obscuras
como la sombra de tus parrales.

En otro ambiente fueron nacidas,
bajo otros cielos fueron sentidas
y en otras tierras se alimentaron...
¡Por ti nacieron, por ti vibraron
junto a mi pecho, siempre escondidas!

Su ritmo tiene la fuerza muda
de la rugiente canción sonora
con que el mar bate la costa muda
y entre sus versos palpita y mora,
como una perla, mi alma desnuda.

No las rechaces.... Son el presente
que a tus amores un hijo envía...
¿No eres mi madre? Pues sé clemente:
¡Llámame tuyo, porque eres mía!
¡Posa tus labios sobre mi frente!

II
Desde la orilla del mar norteño,
te he visto, madre, castiza y noble,
como en la errante nube de un sueño,
dulce y lejana ciudad de ensueño,
de rostro altivo y alma de roble.

Bajo las luces de un cielo ardiente
tus anchos campos se desparraman,
llenos de vida sana y riente,
y el rostro alegran y el pecho inflaman
en un incendio de amor vehemente.

En ellos brillan las amapolas
como gigantes glóbulos rojos,
ondea el trigo sus rubias pías
y se columpian gayas corolas
entre poleos y entre matojos.

Y la corriente del manso río
te canta y besa con dulce halago,
riega tus huertas, baña el plantío,
y por las noches del claro estío
te arrulla y mece doliente y vago.

El es espejo de tu belleza,
arpa que canta tu gentileza,
lira que tiene robustos sones
para los días de tu grandeza,
para los timbres de tus blasones.

Él tiene cantos de poesía,
él tiene acentos de cortesía,
dulces o graves, voces aladas
con que saluda tus alboradas,
con que celebra tus bizarrías.

Y cuando corre bravo y rugiente,
y se desborda como un torrente
saltando casas y paredones,
en broncas ondas, turbias e hirvientes,
dicen sus aguas que le perdones.

Es que en su lecho, como en tu tierra,
florece el germen de la energía
de tu indomable raza bravía...
¡Esa indomable raza de guerra
que hasta en sus odios tiene hidalguía!

Te he visto, madre. .. grave y austera,
blasón de España, prez de la historia,
fuerte y altiva, llena de gloria,
como infanzona ruda y severa,
bajo un ardiente sol de victoria.

Te he visto, madre, flor de Castilla,
con tus rebaños y tus toradas,
con tus zagales en las majadas,
hombres de hierro, gente sencilla,
que te adormece con sus tonadas.

Y desde lejos te he venerado
como a una virgen en los altares,
enamorado
de tus bellezas crepusculares,
del sol de gloria de tu pasado...

Pétreo castillo, viejo coloso,
fiel centinela;
dórico templo majestuoso
donde las almas buscan reposo,
la fe revive y el amor vela.

Alta muralla, que desafía
la audacia loca de quien pretenda
domar soberbio tu bizarría,
escudo noble de tu hidalguía,
mudo testigo de tu leyenda.

Hondas escarpas, viejos sillares
que con su encaje borda la yedra;
broncos cañones, áureos altares,
rancios solares,
santas y altivas cruces de piedra...

Sois como páginas de un libro abierto
que hablan al siglo, libro de oro
donde se guarda como un tesoro
toda la historia del mundo muerto,
timbre de gloria bello y sonoro.

Vibra en vosotros la voz austera
de otras edades, voz pregonera
que dice al mundo: soy castellana
tierra de hidalgos, noble y severa
siempre española, siempre cristiana.

Soy un pedazo de la llanura
que dio a la patria nuevos destinos,
y enamorada de su locura
siguió con ella por los caminos
de su gloriosa sed de aventura.

Soy de la ruda tierra esforzada,
cuna de santos, madre de reyes,
nunca humillada,
que hizo temible su recia espada,
sembró costumbres y dictó leyes.

Soy de la raza conquistadora,
de genio altivo y aventurero,
que dio a otros pueblos luces de aurora.
¡Soy de la raza dominadora
del Romancero!

Soy de esta tierra la preferida
por sus proezas, soy la temida
por sus hidalgos pechos leales,
soy la elegida
para pomposas bodas reales.

Y hay en mi suelo, feraz y sano,
haces de espadas y lambrequines,
sombras de infantes y paladines,
y vibra y suena, del monte al llano,
el toque bélico de cien clarines.

Yo soy la cuna noble y famosa
del dulce Delio, luz peregrina,
en cuya tierna lira armoniosa
rimó sus trovas Mirta divina,
con sus menudos dedos de rosa.

Y entre el ramaje de la arboleda,
sobre mis campos y mis trigales,
y bajo el toldo de la alameda,
vibran los salmos y madrigales,
corno una brisa flotante y leda.

Así, a la sombra de mi castillo,
vivo entre glorias y tradiciones
al manso arrullo de mis canciones,
como un caudillo
con el orgullo de sus blasones.

Yo soy la fuerte, yo soy la esquiva
a quien quisieron los imperiales
hollar audaces la frente altiva....
¡Yo fui el asombro de mis rivales
con los cimientos de mi fe viva!

Desde los altos de mi muralla
mis nobles hijos, fieles y sanos,
dieron sus pechos a la metralla,
y en los horrores de la batalla
como en sus fiestas, fueron hermanos.

¡Todos el mismo ideal sintieron!
¡Todos lucharon! ¡Juntos murieron!
¡Gloria a mis hijos y a la corona
que me tejieron
para ser grande como Gerona!

¡Sereno Herrasti! ¡Fiel Aparicio!
Sombras augustas de alta memoria...
¡Sois como un áureo sol de victoria!
¡Tenéis el lauro del sacrificio!
¡De vuestro esfuerzo nació mi gloria!

Sánchez hidalgo, prez de la raza
de rostro altivo, de férrea mano,
¡eres orgullo del suelo hispano,
genio invencible de adusta traza
como otro heroico Cid castellano!

Ved mis iglesias ametralladas,
vez mis murallas desguarnecidas,
vez mis riberas bombardeadas...
¡Son el sepulcro de muchas vidas
en mis altares sacrificadas!

Mirad sus cruces, mirad sus fosos,
donde la patria fe se agiganta;
¡aunque postrados y silenciosos,
si los humilla traidora planta,
darán de nuevo días gloriosos!

III
¡Salve Miróbriga!, ¡Sol de la historia,
ciudad bendita de mis amores,
llena de luces y de colores...!
¡Nido de risas, fanal de gloria,
preciada cuna de mis mayores!

Desde la orilla del mar norteño
busco anhelante
tu fresca boca, rica y fragante...
¡Quiero ser tuvo, velar tu sueño,
cantar tu siesta como un amante!

Quiero dormirme bajo tus frondas,
quiero empaparme de tu hidalguía,
quiero llenarme de poesía,
ver de tu río las claras ondas,
besar tu tierra, llamarte mía.

Quiero en tus campos mirar al cielo;
quiero un pedazo de santo suelo,
ese olvidado trozo de tierra,
que es de mi madre, ¡donde se encierra
todo mi anhelo!

Suelo bendito, duros terrones
donde descansa su cuerpo frío,
en ti se cifran mis ambiciones,
a ti van todas mis oraciones...,
¡por eso quiero llamarte mío!

Ciudad bendita de mis amores,
oye mi canto, dame tus flores,
buena y piadosa,
para ponerlas con mis dolores,
como una ofrenda sobre su fosa.

Llámame tuyo... Sé mi consuelo,
guarda mis rimas, di que son bellas...
¡Colma en mi madre tan dulce anhelo,
porque te mira desde tu cielo
sobre la lumbre de tus estrellas!

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