Un hombre de tierra adentro suele
pasmarse al olisquear el mar. Intuye su cercanía y emergen sentimientos. Los
sentidos se preparan, todos, en un cambio diametral de la percepción del
paisaje. Del otoño castellano, tardío todavía en sus cromatismos y con sus
tierras sedientas, al verdegueado y al tempero del norte; de los caldos recios,
blancos y negros de la meseta, al ambarino de la sidra; del ajetreo diario, al
solaz compartido, sin más prisas que las marcadas por el instante.
El viajero,
castellano él, franqueó los Picos de Europa camino del corazón de la España verde. La cordillera
es un macizo calizo imponente, una espina dorsal montañosa emergida para
deleite de los sentidos, surcada por caminos imposibles pero voraces de la
frescura de los infinitos campos astures, con la grandiosidad del Cantábrico y
sus caprichosas obras al confluir en tierra.
Todo esto lo
apreciaría el viajero en su devenir por las tierras de Don Pelayo. Iba con el
rigor temporal del compromiso social contraído, pero le esperaba el deleite,
más bien el ‘dolce far niente’, ver pasar el tiempo disfrutando de lo que se
ofreciera a la vista, pero sin renunciar al provecho de un acervo tan vasto.
Grabado de la Cueva Santa de La Ilustración Católica |
Unos
insoportables borborigmos habían acompañado al viajero desde el inicio del
viaje. Eran síntoma de alguna patología que más tarde minaría su estado
anímico. Parece, porque suele ocurrirle, que pudiera tratarse de una
somatización provocada por el cambio de perspectivas, por pasar del negocio al
ocio; una falta de costumbre. El viajero cumplió como pudo, con algún que otro
sobresalto, porque el rugido gástrico invitaba a regoldar con frecuencia
-antesala de lo que después le aconteció- antes de llegar al aposento tras un
viaje plácido en su discurrir.
Aquella
estancia, el aposento, se encontraba en un agregado construido en la conversión
del monasterio benedictino de San Pedro de Villanueva, en Cangas de Onís, en
Parador de Turismo, una obra de reciente cuño -1995- engarzada con las orillas
del río Sella, en donde aparece por momentos su reflejo. El cenobio data del
siglo XII y tuvo vida monástica hasta la desamortización de 1835. Sabe el
viajero, porque así se lo han contado, que antes de que fuera monasterio
benedictino se recuerda que hubo otro mandado erigir por el católico Alfonso I
en 746. Lo que sí apreció fueron los restos arqueológicos hallados en el
proceso constructivo, ubicados en dos salas en las que los muros primitivos han
emergido gracias a la labor científica. No llamaron la atención del común, pero
al viajero y, sobremanera a su acompañante, les sedujeron.
No había
tiempo para el escudriño. No era el momento. El compromiso social, familiar,
acuciaba por los tiempos. Era el único horario que había que cumplir; lo demás
era atemporal. Y así, como si de una peregrinación se tratara, ataviado con el
mono de trabajo de los bancarios, el viajero, encorsetado con el collarín de la
corbata díscola, emprendió camino a Covadonga. Allí esperaba La Santina , en su cueva, con
el rezo contumaz del agua rompiendo el silencio.
No estaban
invitados pero lo pareció. Decenas de caballos peregrinaban también con sus caballeros y amazonas por la carretera. No tenían demasiados reparos en someter a
los turismos en su caminar. Estaban cumpliendo su cometido romero –toda romería
tiene el ineludible componente festivo-, con todos los argumentos, tina
incluida para apaciguar la sed.
Capillas de San Pedro de Villanueva. La Ilustración Española y Americana |
El común y el
viajero fueron deshaciéndose de los centauros y poco después vislumbraron,
mucho antes de la explanada, la basílica de Santa María la Real de Covadonga, un templo
neorrománico construido en piedra caliza en el último tercio del siglo XIX. Sobrio
en su interior, con apenas imaginería, la basílica era el continente de la
celebración nupcial a la que acudía el viajero. Un monje, a través de los
altavoces externos, invitaba a adentrarse en el templo mientras el protocolo
del casamiento iba desarrollándose en el exterior.
Entraron los
novios y el viajero, con cierto disimulo, recorrió la bancada camino de la
puerta mientras escudriñaba algunos detalles, reparando en el rosáceo pétreo de
la caliza elegida por el arquitecto Federico Aparici para construir el templo.
Tenía el viajero motivos mundanos para asumir, de nuevo, el papel de esquirol
redomado y anticlerical para buscar otros espacios más acordes a la situación;
al menos eso le pareció. El cuerpo le había dado cierto aire, distintos a los
que hasta ahora venía soportando, lo que favoreció su deambulatorio.
A lo lejos, en
la ladera del monte, el viajero reparó en una luz que parecía prometer. Se fue
acercando mientras contemplaba las otras construcciones y servicios que emergían
de la explanada, moteada por el trasiego ecuestre. Hasta allí, por entonces, también
habían llegado los centauros. Se conformaron con una mirada escrutadora en
rededor y con el objetivo visual puesto en la basílica. Unas fotos y a desandar
el camino.
Ganando el
final de la explanada, el viajero se enfrentó a la duda de abocarse a los tramos
de escalera que se le ofrecían. Dudó, pero al final fue recorriendo las huellas
hasta llegar al chiringuito –merendero estaba bautizado-. Poca clientela,
aunque tampoco parecía interesarle a quienes aparentemente lo regentaban. El
viajero pidió una cerveza que iba a tener rápida salida. Iba buscando deporte
en la televisión y se encontró con música. No es lo suyo, nunca lo ha sido.
Grabado de una vista general del entorno de la gruta de Covadonga |
Con cierta
cautela bajó el viajero la zigzagueante escalera para emprender, de nuevo, el
camino a la basílica. Allí, fuera del templo, se encontró con otra feligresía
díscola, conocida, y con su pareja, que había tenido más reparos a la hora de
abandonar la iglesia: no lo hizo hasta comprobar el casamiento efectivo de los
novios. No por temor, sino por el prurito de satisfacción que supone compartir
la ceremonia.
Todos juntos,
después, dieron razón al viajero a la hora de buscar un refrigerio. Este, sin
dudarlo, expuso y reivindicó la escalada al chiringuito, la única vía
alternativa al paseo que se aventuraba como un apósito a la inoperancia festiva
que se ofrecía, sobre todo después de que los caballos, jinetes y amazonas
abandonaran, ya con luz tenue, la explanada oferente a La Santina.
Corbatas y
tacones se dieron la mano, pues, en lo que fue, a la postre, un preludio del
ateísmo –más bien incredulidad sobre quienes gobiernan la Iglesia- que cabalga, tal
vez sin magnificarlo, en la disidencia, en una cierta apostasía. Nadie lo
comentó al principio, pero después de escalar la ladera a golpe de peldaño y
encontrar en la meta la indiferencia de quien debería dar de beber al sediento,
la negación hacia La Santina
empezaba a tener cierta consistencia. Si queréis, os vendemos una lata de
cerveza para aliviaros la bajada, parece que quiso decir el joven que invitaba
al desahucio foráneo. Y el viajero, y su compaña, se sintieron maltratados.
Dieron la vuelta, miraron a la explanada e iniciaron el descenso. Y, paso a
paso, con invectivas en aumento, llegaron de nuevo a la base de sus querencias.
Entrada a la Cueva Santa. La Ilustración Española y Americana (8-8-1877) |
Alguien dijo,
tal vez para purgar penas, que a la derecha se mostraba la gruta artificial en
donde se veneraba a La
Santina. Había velas y cirios encendidos, un atractivo para
mitigar el frío que se calaba en los cuerpos con atuendos festivos discordes
con la umbría que jalonaba el ambiente. El viajero, siguiendo la pauta marcada
por su acompañamiento, enhebró el camino a la luz grutesca. Aunque vio, vieron
a un operario subido en un autovolquete que, sin miramiento alguno, penetraba
la gruta virginal, la compaña fue avanzando hacia el culmen mariano, el altar
en donde se veneraba la imagen de La
Santina , escultura del siglo XVI donada por la Catedral de Oviedo tras
perderse en un incendio la pieza original. No rezaron. No era tampoco el caso
porque un portazo distrajo cualquier atisbo genuflexo. El viajero y sus
irreverentes acompañantes se vieron presos por momentos de su felonía,
encerrados para purgar, pareció, sus irredentos instintos seculizadores. El
operario selló las puertas y se dio a la fuga, a su descanso laboral.
Fueron vanos
los gritos, el golpeteo de la compañía. El viajero había atisbado, ya por
entonces, una salida, la natural, hacia donde estuvo el primer templo de la Santa Cueva , destruido en 1777
por el fuego. Tal vez y por eso, la fruición por el agua que jalonaba el conjunto
que enmarcaba el altar de La
Santina y que se hacía notar en la proyección tenue en
aquella oquedad que respiraba cierto olor a purgatorio, una sinestesia que se
antojaba también patrimonio del común e invitaba a emprender el descenso al
paraíso terrenal particular.
Interior de la cueva. Grabado de La Ilustración Católica (7-6-1879) |
Fue, sin
embargo, ya entre algarabías y con el chorreo de fondo, una paulatina bajada al
infierno que había deparado la huida del viajero y sus acompañantes buscando
tan solo el refrigerio acostumbrado en una zona turística por antonomasia y que
tenía caducadas sus existencias; al menos, no se ofrecían al público.
Los peldaños
parecieron eternos. La bajada, pronunciada, acabó en el asfalto. El resuello no
era todavía patente, pero se aventuraba. En lontananza, con un desnivel endiablado,
se mostraba la explanada con su basílica. Paso a paso, resollando ya, el
viajero y la compaña iban ganando metros, también altura, hasta llegar a la
base de la terraza que soportaba al templo. Las chanzas se sucedían, amenizando
la marcha. Había temor a no llegar a tiempo para saludar, para felicitar a los
novios. Por eso, en vez de seguir por la calzada, un paseo más liviano, el viajero
y quienes le acompañaban prefirieron escalar, enfrentarse a una empinada
escalera para acelerar su presencia junto al portalón del pórtico adelantado de
la basílica de Santa María la
Real de Covadonga.
Llegaron a
tiempo. Los novios estaban sometidos a la tiranía de la inmortalidad, una
sesión eterna de fotografía. El viajero no posó, no porque no quisiera sino
porque estaba in albis, ajeno a lo que acontecía en el interior del templo. Ya
habría tiempo después para retratarse con la familia, pensó.
Virgen de Covadonga. La Ilustración Española... |
Salieron los
novios y los parabienes se sucedieron. No hubo arroz, ni ninguna otra arma
arrojadiza al uso. Había cierto conformismo en el ambiente, que al viajero se
le antojó tristeza. Faltaba gente muy allegada, una ausencia que pareció marcar
la ceremonia y su proyección. Saludos, abrazos, besos… Un reguero de ánimos. El
viajero también cumplió con el protocolo. Las luces de las farolas agrietaban
por entonces la incipiente noche, invitando a abandonar la explanada camino de
la monástica hostería.
El regreso
pareció más rápido, vana ilusión. En un salón del trocado monasterio esperaba
al viajero un refrigerio, antesala del banquete nupcial. El cuerpo seguía sin
estar gallardo; los borborigmos continuaban y presagiaban un desenlace
indeseado. Pero, como si de un desafío se tratara, un maridaje de caldos e
ibérico venció los reparos iniciales. Un espejismo.
Llegaron los
novios y se completó el ritual fotográfico. Una sesión rápida para los rezagados.
Cada cual tenía asignada su plaza en torno a la mesa. Cada una estaba bautizada.
La del viajero la llamaron Águeda, como el río que besa la ladera del castillo
de Enrique II, allá en tierras oriundas. El mantel fue compartido por el
viajero con otros seis comensales. Todos bien avenidos. El excelente menú no
conmovió al viajero. Todo lo contrario. Pasaban los platos y volvían indemnes a
la cocina. Otro mal presagio. Incluso el viajero, que no acostumbra a
semejantes iniciativas, sorbía agua como si caldo fuera. No estaba el cuerpo
para jotas y menos para gaitas.
Explanada y templo de Covadonga. La Ilustración Católica |
Tampoco la
alegría se esparcía por la sala. No era un banquete al uso. Tan solo, al fondo
del salón, una mesa mostraba la algarabía típica de una boda. El resto mantenía
un inusual respeto. Hasta costaba responder a los pocos vivas que rompían
inopinadamente la paz. El viajero escrutaba y no apreciaba visos de que la
tónica cambiase con el baile.
Aunque no lo
compartía el resto, el viajero sentía un cálido agobio. Se esfumó por la puerta
de fumadores y buscó apaciguarse en la terraza escuchando la melodía del Sella,
espiando por cómplices cristaleras el repertorio interior. Allí permaneció solo
bastantes minutos, hasta que repararon en su ausencia y se solidarizaron con él
sus compañeros de aventuras en Covadonga.
Le llevaron un
gin-tonic. Le dijeron que la ginebra era la panacea que esperaba para mitigar
sus dolencias gástricas. Tomó dos mientras la tertulia se aceleraba, primero fuera
y después, por los rigores del tiempo, de nuevo en el salón, en donde sonaba
una música que apenas conmovía los cuerpos, tensos y ajenos al pretendido
bailoteo.
Avanzó la
noche y cualquier esperanza de cambio en el cuerpo del viajero se antojaba
imposible. No pudo dormir aquella noche, aunque también ya le parece costumbre
por otras cuestiones. El aseo se convirtió en dormitorio. Los fluidos se
sucedían mientras las horas se hacían eternas esperando a que el cambio al nuevo
día permitiese al viajero recuperar cierta vitalidad, porque hasta entonces
había estado derrengado, ausente, fuera de sí. Como muchas otras veces.
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