La
llegada e instauración de la II República consagró aspectos fundamentales para
evitar de alguna manera el adoctrinamiento prácticamente normativo que imperaba
en la enseñanza pública, con un componente religioso que marcaba pautas en los
niveles básicos formativos. La constitución de 1931, sin dedicar un capítulo
expreso a la educación, perfiló y definió aspectos básicos de lo que pretendía
fuera la enseñanza pública, dejando a la Iglesia cierta libertad para seguir
adoctrinando según su creencia y la de las familias que a ella quisieran
concurrir. La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad
metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana. Se reconoce a las
Iglesias, sujeto a inspección del
Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios
establecimientos (artículo 48 de la constitución de 1931). “Proclamaba
la escuela única, la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria, la
libertad de cátedra y la laicidad de la enseñanza. Igualmente, establecía que
los maestros, profesores y catedráticos de la enseñanza oficial fueran
funcionarios y que se legislará en el sentido de facilitar a los españoles
económicamente necesitados el acceso a todos los grados de enseñanza, a fin de
que no se hallen condicionados más que por la aptitud y la vocación”, se apuntaba
en El País en una colaboración
firmada por Carmen Morán en abril de 2006.
La promulgación y aplicación de
estos conceptos y la animadversión crítica que se fue fraguando durante décadas
contra las instituciones eclesiásticas por su sectarismo con ciertas capas, las
básicas pero también las más numerosas de la población, generó una desafección social
casi total con las prácticas formativas imperantes y que contaban con una
evidente carga adoctrinadora. Los centros privados de enseñanza, vinculados
generalmente con la Iglesia católica, venían perdiendo alumnado por la crítica
situación social y económica que impedía contar son suficientes fondos para
sufragar los gastos que suponía acudir a un colegio de pago. Con la irrupción
republicana también las aulas se fueron despoblando y la Iglesia, acuciada en su
esencia básica de manutención en diferentes frentes, vio la necesidad de hacer
pública demanda de la enseñanza privada y, como en el caso de Ciudad Rodrigo,
se lanzó a campañas de captación de alumnos intentando tocar la fibra sensible
de los mirobrigenses.
Habían pasado más de dos años de la
proclamación de la II República y la laicidad se enseñoreaba en los estamentos
públicos, caso, verbigracia, del propio consistorio rodericense que, después de
un interminable –por largo y tedioso, cuando no ramplón, debate- decidió
retirar la imagen del Sagrado Corazón que campeaba en lo alto de la Casa
Consistorial desde que al alcalde Calixto Ballesteros y el obispo Silverio
Velasco promoviesen –el segundo públicamente, mientras que el primero fue un
tanto ladino e insolidario con la corporación municipal- su entronización en la
Casa Consistorial, algo que el pueblo, sometido y sin protagonismo directo en
las decisiones públicas, no vio con buenos ojos.
El protagonismo de la Iglesia había
perdido todo su fuelle con la llegada del régimen republicano, también en
Ciudad Rodrigo. El 6 de octubre de 1933 era tal la situación de las “escuelas
libres católicas” en esta ciudad –en concreto los centros del Seminario y de la
congregación de Santa Teresa de Jesús-, que las autoridades eclesiásticas no
tienen otro remedio que intentar conmover la conciencia de sus fieles a través
de unas hojas volanderas destinadas expresamente a los “católicos de Ciudad
Rodrigo” en donde se incluía un “boletín de bono escolar” para la inscripción
de nuevos alumnos que ayudasen, con sus óbolos,
al sustento de los colegios y sus gerencias.
Boletín difundido por la Iglesia católica para captar alumnos en sus escuelas |
La proclama no tiene desperdicio: “¿Os
habéis enterado bien de que el Papa y los obispos españoles nos imponen a
todos, como ‘primer deber’ en las actuales circunstancias de España prestar auxilio moral y material a la
escuela libre católica?”. Porque, claro, “¿sabéis –sigue el panfleto- que
funcionan dos, solas dos escuelas de estas en Ciudad Rodrigo: la del Seminario
para niños y la hasta ahora regida por las Teresianas para niñas”? E inquiere
el folleto si los mirobrigenses las favorecen, si prestan auxilio moral y
material a estas escuelas, porque “por razón de sus locales, la del Seminario
tiene capacidad escolar para ciento veinte o ciento cuarenta alumnos y a ella
asisten hoy ¡¡hasta diez y nueve!! –va subrayado en el texto-. La que fue de
las Teresianas tiene capacidad escolar para doscientas cincuenta o trescientas
alumnas y a ella asisten hoy ¡¡hasta sesenta!!”, matiza también el escrito
poniendo de manifiesto la desafección de las familias mirobrigenses con estos
centros de formación.
Evidentemente, para sus mentores “¡esto
no puede seguir así! Estas escuelas hay que llenarlas hasta los topes o
renunciar al nombre de católicos, que en otro caso sería en nosotros una
irrisión”, algo ilógico en su determinismo público. El gobierno tenía buena
parte de la culpa de esta situación al eliminar las subvenciones que hasta entonces
habían disfrutado. Ahora tenían que sostenerse con sus propios medios y
buscaban la complicidad de los fieles, de los católicos de corazón… y con
recursos. Se apuntaba en el panfleto que estos centros estaban abocados al
fracaso económico si no conseguían llenar sus aulas, porque “no pueden tener
más medios de vida que la pensión, modesta, insignificantísima pensión de sus
alumnos; es decir, que tienen que ser de pago. Pero aun así hay que llenarlas
hasta los topes –repiten-, hasta agotar su capacidad escolar”.
Los responsables de estos centros
siguen con el adoctrinamiento. Se da mascado todo para que los destinatarios
del mensaje no tengan que cavilar, que pararse a pensar en lo que realmente se pretende: “Los que puedan pagar esa módica pensión, aunque sea haciendo algún
esfuerzo, pagándola sin más y enviando sus hijos a esas escuelas. De otro modo
no cumplen con su conciencia de católico ni con las órdenes del Papa y los
obispos”.
Pero hay para todos, no se quiere desperdiciar ninguna posibilidad: “A los hijos de padres tan verdaderamente
pobres que no puedan pagar esa pensión, pagándosela los que pueden por el
conocido sistema de bonos escolares,
que se reduce a pagar uno cualquiera la pensión de uno o más niños o niñas,
reservándose -¡faltaría más!- el derecho de escogerlos”. Entonces, “¿qué mejor
propina, qué mejor limosna para todo el que pueda hacerlo que pagar la pensión
en la escuela católica al hijo o hermanito de su criado o criada, de su
carpintero, de su zapatero o simplemente de su vecino que lo necesite?”,
subrayando los posesivos en negrita.
Como colofón una proclama: “¡¡Católicos
de Ciudad Rodrigo, a llenar de niños y niñas las escuelas católicas existentes
en nuestras ciudad!!” Y para ello nada mejor que rellenar el adjunto boletín
que incluía el folleto publicitario, indicando de antemano lo que supondría económicamente
ese esfuerzo para las familias que quisieran aportar su ayuda y destinar a sus
hijos a esos centros de enseñanza: “La pensión en la escuela del Seminario es
de cuatro y seis pesetas mensuales, según la edad y grados de los niños; la de
la escuela de Santa Teresa de tres, cuatro, seis y ocho pesetas mensuales,
según también la edad y grados de estudios de las niñas”.
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