Apareció publicada el 16 de junio de 1917 en las páginas del diario El Salmantino una anécdota vinculada, de alguna manera, a los restos de la destartalada, por entonces, plaza de toros que existió en los corrales del antiguo hospicio, instalación de la que ya hemos escrito en algunas ocasiones. Los
elementos fundamentales de la plaza de toros se conservaron en este tiempo,
aunque el coso estuviera desmontado y el resto de las dependencias abandonadas,
como lo demuestra una anécdota que recoge Trincherillas, el corresponsal de El Salmantino en la comarca de Ciudad Rodrigo.
Literalmente, este fue el relato: De Ciudad Rodrigo. El suceso de los solares de la Plaza de Toros. Dos intrépidos
andarines. En busca de la verdad. El hombre mujer o la mujer hombre. El susto
de unos chiquillos: alarmas, sustos y carreras. Pura fantasía. Epílogo.
¡Maldito perro!. Con estos subtítulos, que avanzan todo el contenido, el
corresponsal entra en harina: Terminada la procesión de las espigas en la
madrugada del domingo, dos intrépidos andarines y conocidos comerciantes de
esta plaza, don Juan Sánchez y don Tomás Vidriales, acordaron hacer una marcha
de resistencia (34
kilómetros ), sin más equipo que un paraguas para resguardarse
de los rayos solares y una escopeta de salón para entretener sus ocios
carretera adelante.
Portada de El Salmantino correspondiente a la noticia |
El
cronista, comprometido con ellos para salir a esperarles a su regreso, a las
seis de la tarde y escuchando el estruendo del trueno algo lejano, giró por la
carretera de Salamanca hasta divisar dos puntos negros que se agrandaban por
momentos hasta convertirlos en figuras de hombres.
Me
acerqué a ellos, que, jadeantes, sudorosos y completamente aborrajados,
apretaron mi mano.
Me contaron
sus cuitas y percances ocurridos en la excursión, y entre charla y charla,
cigarro y cigarro, llegamos a la
Plaza de Toros: la carretera estaba interceptada por
numerosos grupos de personas de ambos sexos que manoteaban, gesticulaban…
¿Qué
pasaba? Fuerza será preguntarlo. Nos acercamos a un grupo y a nuestra
interrogación contestan que un hombre vestido de mujer y con antifaz había
saltado por las tapias; un mocetón fuerte, robusto, de mirar cansino, dice y
asegura que no era hombre y sí mujer vestida a lo masculino; mala vista tienes
zagal, interrumpe un dependiente de consumos: ¡si le he visto bien los
pantalones de pana! En esta discusión estaban cuando un chico desarrapado y
sucio exclama, lleno de sobresalto y emoción: ¡El fantasma, el fantasma!
Los
chiquillos escapan asustados, los hombres y mujeres penetran en los inmensos
corrales y… allá vamos todos. Registran la maleza, las ventanas, tapias y demás
escondites. Llega la policía, el inspector de ídem, dependientes de consumo…
Los grupos van engrosando y… el duende no parece: ‘Por aquí’, dice una voz; ‘lo
he visto, me ha tirado una piedra’.
Nuevas
correrías, voces, tumultos. El amigo Vidriales consulta el reloj: las nueve y
media, nos dice. Caramba, vámonos a cenar, pues va a ser cosa de tener que
estar toda la noche al sereno.
Y nos
retiramos a casa, no si antes hablar con la policía a la que aseguramos que
bien pudiera ser pura fantasía lo del fantasma.
Y… acertamos. Al día siguiente nos dicen que requisados todos los
rincones y escondites, el resultado ha sido encontrar en uno de los rincones
las huellas de un magnífico perro que al abandonar el lugar del siniestro dejó
entre las yerbas los restos sanguinolentos de una piel de oveja. ¡Maldito
perro!
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