domingo, 23 de agosto de 2015

Fuga novelesca de dos monjas del convento de las Descalzas en 1866

Viene a colación hoy un capítulo que, desde mi punto de vista, serviría perfectamente de guión para una novela, incluso para el rodaje de una película. Los hechos tuvieron como escenario inicial Ciudad Rodrigo y, concretamente, el convento de las Franciscanas Descalzas, ubicado entonces en la denominada plazuela del Campo del Trigo, hoy dedicada al poeta local Cristóbal de Castillejo, y que trocaron sus dependencias en cárcel pública y desde hace unos años en residencia de mayores. La historia se concretó en el mes de junio de 1866 y tuvo como protagonistas directos a dos monjas de clausura -sor Francisca de Sales y sor María del Niño Jesús-, un oficial de la alcaldía -José Acisclo Hernández- y un ratero que respondía al apodo de El Ratón. Todos ellos promovieron y organizaron la fuga novelesca de las citadas dos monjas, una acción que tuvo resonancia nacional y que hizo intervenir a eclesiásticos y seglares durante el tiempo en que se tardó en zanjar esta peculiar aventura.

   Había tenido conocimiento somero de estos hechos a través de las hemerotecas digitales, incluso por medio de las Fichas mirobrigenses de Jesús Sánchez Terán, quien califica de donjuán al referido José Acisclo Hernández, quien también fuera empleado municipal, fotógrafo, pintor, retratista, profesor de dibujo y promotor político de asociaciones y colectivos en esta época, y que, como resultado de esta flagrante acción, acabaría con sus huesos en la cárcel. Pero hace unas semanas tuve la oportunidad de conocer con más profundidad y de primera mano, por así decirlo -el episodio lo cuenta en sus memorias el que fuera alcalde de Ciudad Rodrigo, Juan Arias Girón, aquellos hechos y, como no tienen ningún desperdicio, transcribo a continuación lo que pasó con nuestros protagonistas de hoy.
Escudo de la portada del convento de las Franciscas Descalzas
   Afirma Juan Arias Girón que sor María del Jesús y sor Francisca de Sales, vivían hace tiempo de una manera escandalosa y anómala en el convento de Madres Descalzas de la plazuela del Trigo. Para ellas no había regla, observancia, disciplina ni obediencia. Asistían al coro cuando les parecía bien y se escusaban o no asistían sin dar escusa, cuando lo juzgaban conveniente. No había para ellas locutorio ni silencio; bajaban a la reja del coro que da al altar mayor y allí la emprendía con cualquiera pasando en conversación horas muertas; usaban conversaciones libres impropias del claustro y miraban demasiado a los hombres.
            En esta disposición pasaron muchos años, interpolando la monotonía de su existencia con tal cual escena de azotes y terror a las demás monjas, con su acompañamiento de visita del gobernador eclesiástico, formación de dilijencias, susto, llanos y perdones. Ya habían llegado a aclimatarse unas y otras y hasta el público que en un principio celebró con risas y algazara las justicias de La Gallega, así llamada sor María del Jesús, había llegado ya a hastiarse de la repetición.
            Repentinamente corrió de boca en boca la noticia de la evasión de estas dos heroínas el domingo 3 de junio próximo pasado. La jente se arremolinaba en los alrededores del convento, entraban en él de vez en cuando algunas autoridades seglares o eclesiásticas, eran preguntados con afán los dependientes del convento acerca de los pormenores de la evasión y todos se hacían lenguas para hablar del asunto. Era poco más de la hora de misa cuando pasaba todo esto, y en las versiones que corrían, aunque con variedad de detalles, era unánime la voz de que las acompañaba un oficial de la secretaría del Ayuntamiento llamado D. José Acisclo Hernández y conocido ya por el ruido de sus aventuras galantes.
            Decíase que en la noche anterior éste las había proporcionado trajes y pelucas para encubrir su estado, que las monjas habían sustraído el dinero de la comunidad, fracturando un armario, que habían salido en la noche antes casi a la hora de cerrar las puertas y que los acompañaba un famoso presidiario y ratero conocido por El Ratón.
            La mujer de Acisclo, rodeada de sus tres o cuatro hijos lloraba y no había consuelo para ella. Veía la miseria con su horrible faz asomando por las puertas de su casa y la desesperaba discurrir en los trabajos y aflicciones que le costaría proporcionar pan para sus pequeñuelos hijos. Las monjas, aunque desoladas de que su comunidad hubiese dado tan gran escándalo, se regocijaban interiormente de verse libres y sanas, habiendo desaparecido del convento todo motivo de terror y tiranía. La imagen de las fugadas era un motivo de pesadilla que les alteraba el sueño y llenas ya de tranquilidad y gozosas en la esperanza del porvenir, pedían a Dios de todo corazón que las prófugas no volviesen.
            Entre tanto, las malas monjas con el presidiario y su raptor descansaban alegremente en un pueblo de Portugal. Dícese que el raptor estaba ya arrepentido y aun lloraba, lo que no estraño, porque le conozco como hombre de escaso valor y de intención atravesada. Era cierto que salieron en la noche antes, tal y como se decía de público, sin proyecto ulterior respecto de su destino, creyendo que los once mil r[eales] robados a la comunidad no se acabarían nunca y no pensando en requisitorias y persecuciones.
            Llegadas a Portugal, hubieron de determinarse hacia Oporto y emprendieron la jornada a paso lento, descansando en los pueblos y alborotando la curiosidad con la fama de que era Prim disfrazado con su mujer y una hermana suya. Así siguieron en malas caballerías del país hasta Oporto donde sin detenerse la emprendieron hacia Lisboa en el ferro–carril.
            No se qué proyectos de clausura habrían mediado entre ellas que al llegar a Lisboa condujeron a sor Francisca a una comunidad de religiosas. Es sor Francisca, moza de treinta años, de hermosa presencia y fogoso mirar; había mantenido en el convento tratos y correspondencia con algunos hombres pero no es seguro que desde su salida de clausura habría vivido con Acisclo vida de amante. Proponerla, sin embargo, en esta situación que volviese a las privaciones y  a la austeridad del convento era perder el tiempo y así no estrañó que unas voces, llantos y amenazas consiguiese salir antes de las 24 horas, si por un caso, fuera sorprendida o engañada para entrar.
Portada del antiguo convento de las Descalzas
            Cuéntase un episodio acaecido en la misma ciudad de Lisboa y por aquel tiempo mismo de la salida de sor Francisca del convento portugués. Dícese que ya por entonces se habían modificado las afecciones de sor Francisca en términos de haber ganado Acisclo en su corazón todo aquello que había perdido La Gallega; que inducida por aquel y juntos los dos penetraron en la habitación de ésta y usando de amenazas y hasta mostrando un puñal la robaron. Dícese que La Gallega al verse amenazada con armas y sobrecogida de sorpresa y de susto cayó en un paroxismo de los que la acometían frequentemente y al despertar se encontró ya sin el dinero. Puede creerse que en esta relación hay algo de verdad porque de las declaraciones recibidas a una y a otra monja corretonas en las distantes poblaciones en las que han sido capturadas, resulta en sor Francisca una tendencia pronunciada y constante a salvar, a defender a Acisclo y en sor María del Jesús la propensión contraria a acusarle y a echar sobre él todos los cargos; por consiguiente existe gran deverjencia en sus juicios que no se puede atribuir sino a algún hecho importante que haya herido a la mano, tanto como allegado a la otra.
            De Lisboa salieron, no obstante, los tres embarcados con rumbo a Sevilla, a donde llegaron al día siguiente. Allí ya no pudo sostenerse más tiempo la armonía y mientras sor María del Jesús marchaba a Badajoz, quedábase en Sevilla su compañero y el amante, si lo era.
            Sor María del Jesús, mujer de cinquenta años, fornida, varonil y resuelta, no temió los peligros del viaje y se marchó sola a Madrid, esperando en su inexperiencia que el favor de algunas personas a quienes solo conocía por cartas o a la clemencia de la Reina, la librarían del castigo por un esceso en que iba envuelto un delito común de los más feos. Fácilmente la persuadieron en la capital de que necesitaba trasladarse a Valladolid, como asiento del arzobispo, su prelado, y sin duda, este recibió aviso de esta misión de la monja porque el presentarse la prófuga, la mandó poner en la cárcel de la corona, en donde la dejamos para tomar la historia de sus infieles compañeros.
            Vivían estos juntos en Sevilla como marido y mujer, posesionados del dinero que manejaba Acisclo y embebecida sor Francisca con la vista y paseos por una ciudad tan agradable; pero como la verdadera amistad solo puede existir entre los buenos, tardo poco Acisclo en cansarse de su semi-conyuje, y por otra parte reflexionó que el dinero gastado por uno daría más de sí que distribuyéndolo entre dos. Así pues, una mañanita del mes de junio y ya a fines del mes, notificó a su amada que tenía precisión de irse fuera de Sevilla a ver y comprar un aparato fotográfico que se le proporcionaba muy en cuenta y con el que se ganarían los dos la vida honradamente; dejó pagado el hospedaje de sor Francisca por todo el mes de julio, se despidió de ella y emprendió el rumbo a Madrid, donde se cansó pronto y acordándose del refrán “a tu tierra grulla”, se fue acercando a esta ciudad piano, piano.
            El inocente Acisclo creía no haber hecho nada ayudando y facilitando una evasión acompañada de robo con fractura y no pretendía menos que el reintegro de su destino en el Ayuntamiento y quedarse paseando con la gloria y el atractivo de D. Juan. Pronto se convenció de ser estas esperanzas ilusorias y hubo de volverse a Salamanca mientras, a su parecer, se arreglaba la causa a su favor. Allí le hubieron de ver los dependientes de policía, porque él no andaba oculto. El Gobernador Civil preguntó a este juzgado si le prendía y remitiría a su disposición y con la respuesta afirmativa, fue conducido a esta cárcel.
            Entre tanto a Sor Francisca se le acababa el dinero en Sevilla y se consumía la mesada de hospedaje; el fondista sospechoso de la calidad y circunstancias de las personas, se presentaba a la autoridad eclesiástica y por disposición de ésta era recojida y custodiada la mística amante en un hospital de mujeres, supónese que por consideración a su estado interesante, que se da por seguro[1].
     No acabó aquí la historia, aunque toca a su fin -continúa nuestro relator Juan Arias- la primera parte de esta ridícula novela, celebrada por la jente festiva, deplorada por los hombres sensatos, profundamente sentida por los místicos y cascabeleada por la prensa de Madrid y de provincias. Esta tarde me ha reseñado el P. Fr. José de Acosta, vicario de las clarisas del arrabal de S. Francisco, las precauciones adoptadas para la conducción de una de aquellas, las obras hechas en el convento para habilitar la cárcel que ha de recibir y el ceremonial para levantar la escomunión que pesa sobre ella. Y como de hoy a mañana esperan su venida, está cerca de su fin la vida aventurera de esta monja novelesca.
   Así ha concluido esta vulgar calaverada que empezó con la realidad prosaica de una combinación rateresca para demostrar al poco tiempo los tres héroes su falta de corazón y su alma mezquina, para dar qué decir a los gacetilleros periodísticos, producir escándalo y parar en manos de la Guardia Civil. Empezaron su historia con el prestijio de D. Juan, de Malek Adel y de Matilde y la concluyeron como un tomador del dos o como jitanos cuatreros.
Anoche, después de las doce, entró en la cárcel preparada en el Monasterio de Santa Clara estra–muros de esta ciudad la monja gallega sor María del Jesús, cuya historia queda antes reseñada.
            Había ido a Valladolid en su busca y comisionado por el gobernador de la mitra D. N. Pedraza, cura párroco de Gallegos. Para mayor disimulo se vino con la fresca de Valladolid a Zamora y desde esta última capital tomó caminos traveseros en vez de la calzada directa.
            De esta manera llegó a Villavieja, cinco leguas de aquí y avisó su entrada para la noche de ayer a hora avanzada y tranquila. Esperábanla en el convento dicho el gobernador eclesiástico, el vicario de la comunidad y todas las religiosas preparadas para la ceremonia.
            Llegó, como he indicado, después de las doce con el Sr. Pedraza y recibida en el umbral del patio por el vicario de la comunidad D. José Acosta, provincial hoy de la orden de San Francisco, la condujo éste a una habitación reservada de su casita dentro ya del patio del convento. Allí se despojó a la tránsfuga de la ropa de seglar que la ha disfrazado durante más de tres meses y vistió de nuevo el hábito de San Francisco, aunque sin capucha ni velo.
            Pasó en esta disposición a la portería acompañada del párroco Pedraza, del gobernador eclesiástico y del vicario Acosta y al llegar se abrieron las puertas y apareció toda la comunidad formada en dos filas con velas encendidas en las manos y en el fondo un altar y un crucifijo.
            Empezó a cantarse el Miserere con la salmodia gregoriana y a cada versículo se daba a la monja huida una flagelación, hasta que, acabado el salmo, abrió el gobernador eclesiástico el ritual romano y levantó a la recién venida la escomunión en que estaba inmersa.
            La trasladaron a la cárcel, mediante dispensa del nuncio que la libró de ser castigada en su propio convento, conforme a las reglas y temiéndose por el gobernador eclesiástico que produjera en él escándalos mayores.
            Al día siguiente muy de mañana, es decir, hoy, la ha visitado el médico y de su orden la han administrado una sangría, pero no parece que su dura fibra haya enflaquecido con tantas contrariedades; muy entera y descarada en sus dichos y acciones la han hallado el médico y el sangrador, habiendo esparcido este, no se sabe si con verdad, que las palabrotas de su boca nunca habrán sonado probablemente bajo aquellas bóbedas santas y no son comunes en el mundo, sino en las reuniones de tabernas.
            Habíaseme olvidado decir que se siguen dos causas a estas buenas señoras: una por el juzgado ordinario en la que entra también su cómplice y que tiene por motivo el robo, y otra por el tribunal eclesiástico con arreglo a las reglas de la comunidad y a los cánones. Desde su principio, se formó la debida competencia que ha resuelto el superior a favor del ordinario, pero esto no obstante, el tribunal canónico no se ha desprendido de las personas y únicamente el famoso Acisclo se halla en la cárcel pública con los demás criminales. Tal vez la custodia de las monjas dé lugar a un nuevo incidente entre los dos tribunales.

[1] Nota del autor: No se confirmó esta sospecha ni hay razón para abrigarla.

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