Como todos sabéis, este año se cumplen dos efemérides vitales en la figura del pintor mirobrigense Celso Lagar Arroyo. Por un lado, se conmemora el 125 aniversario de su nacimiento y simultáneamente los 50 años de su muerte, acaecida en Sevilla en 1966, después de 11 años de penuria física y económica tras la muerte en 1955 de su esposa, la escultora Hortensia Begué, suceso que enloquecería a nuestro paisano y que le llevaría a la tumba tras una década nula en su producción artística. Lagar se autoconsideraba el fundador de la técnica pictórica conocida como planismo, una vanguardia que fue, generalmente, mal entendida o comprendida por la crítica. Por eso, mantuvo siempre un esfuerzo por explicarla, por darse también a conocer cuando exponía en galerías de Barcelona o de Madrid, antes de asentarse definitivamente en París para formar parte de la primera generación de la denominada Escuela de París.
Hace unas semanas me topé con una entrevista clarificadora sobre la vida y la obra de Celso Lagar, cuando contaba con unos 25 años de edad y estaba en plena ebullición artística. Se publicó en El Heraldo de Madrid con motivo de una exposición en la Galería General de Arte madrileña. Por su interés, la transcribo y se verá que caen algunos mitos, como la desafectación familiar o con Ciudad Rodrigo que se ha venido mostrando en algunos trabajos biográficos, además de la influencia que nuestra ciudad tuvo en su producción artística. Está firmada bajo el seudónimo de Pármeno y se público en el número del 24 de marzo de 1917. Dice así:
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Retrato de Celso Lagar, obra de Amadeo Modigliani |
En la Galería General de Arte. Un
caballero anciano, que dobla nerviosamente un bastoncillo, se aproxima a un
joven cejudo y le pregunta con decisión:
-
¿Es usted el señor Lagar?
-
Celso Lagar, para servirle.
-
¿Quiere usted contestar a alguna preguntas? Sin molestarse,
porque yo no deseo molestarle.
-
¿Por qué no? Con mucho gusto.
-
Pues bien, esa señorita de las dos cabezas, ¿es un
fenómeno?
-
No, señor.
-
¿Se le ven las dos cabezas porque tiene un espejo
detrás?
-
No, no tiene espejo.
-
Entonces...
-
Es que yo no he pintado más que una cabeza. Pero como
las cabezas se mueven... ¿Ha comprendido? Es que doy con ese cuadro una
sensación de movimiento.
-
De manera que usted... ¡Ay, ay, Dios mío! Y, dígame,
señor Lagar: esto que usted califica de “ensayo de luz por planos”, ¿no es una
ensalada?
-
¡Pero caballero...! Es una catedral, unos tejados...
-
¿Palabra de honor? ¿Cree usted que eso es una catedral?
Déme su palabra de honor.
-
¡Palabra de honor, caballero!
-
¡Ah! En ese caso... Usted perdone. Buenas tardes.
Y al salir el
anciano moviendo febrilmente su bastoncillo, nos atrevemos a interpelar al
singularísimo pintor.
- Que sujeto
más raro el de la ensalada, ¿eh?
- A usted mi
estudio no le parece una ensalada, ¿verdad?
- ¡Ah, no! De
ninguna manera. ¿Dónde están los pimientos, las cebollas, los tomates...? No,
una ensalada no. Pero una catedral... ¡Es demasiado!
- Luego
usted, ¿tampoco ve?
- Tampoco.
Pero, aunque no vea, no me río. Debajo de esas manchas rojas, violetas y
amarillas pueda estar una catedral. No me río, y muy gravemente y con mucho
respeto escucharé lo que tenga la bondad de revelarme. ¿Es usted de Cataluña?
Se lo pregunto por su manera de hablar.
- No, de
Ciudad Rodrigo. Mire los cuadros que expongo de mi pueblo. Está amurallado y es
todo de color de ocre. Es como un viejecillo que no tuviese vida más que en el
corazón. Y su corazón es la basílica que triunfa en aquel lienzo.
- ¿Y empezó
usted en Ciudad Rodrigo?
- Sí. Mi
padre era tallista. Tallaba y talla arcones de un primitivismo que él ha
modificado, y yo le debí de imitar. Pero este amor a la pintura... Y, sin
embargo, yo me eduqué en las odiosas falsedades de la escuela clásica, y cuando
vine a Madrid aún no había abierto los ojos de la inteligencia.
- ¿Quiere
usted decir que seguía pintando como los pintores a los que llama el vulgo
maestros?
- Justamente.
Estudié con Miguel Blay, porque, por aquella época, me gustaba esculpir más que
pintar, y progresé poco. Recuerdo que me dio por observar a la chulería. ¡Es
tan bello el romanticismo chulo...! Y Blay, que me apreciaba, me aconsejó que
me marchase a París, y me marché.
- ¿Y
enseguida abrió usted los ojos?
- Enseguida,
no. Primero me divertí lo que pude; después, al frecuentar el Círculo
Internacional de las Artes, sufrí una enorme decepción, porque en el Círculo se
pintaba tan clásicamente como en mi pueblo, y por fin encontré mi senda,
gracias a unos polacos. Estos polacos, seis u ocho rusos y yo fundamos una
academia revolucionaria con objeto de transmitir nuevas emociones, y por
nuestro ardor y nuestro entusiasmo conseguimos que nos respetasen. Trabajaban
allí José Bernard, el del monumento a Servet; Matisse, el inquietante pintor, y
Picasso, el formidable creador del cubismo. Picasso, por ser de mi tierra, me
interesó extraordinariamente, y fui a su taller. Estaba entonces en su “época
azul”, llamada así porque todo lo pintaba en azul, con leves tonalidades
rosadas, y aún no había conquistado la celebridad. Sus obras –pelanduscas y
hamponas de España- me gustaron.
- ¿Y las
imitó usted?
- No, porque
cuando las vi ya había yo inventado el “planismo”.
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Ilustración que acompañaba a la entrevista de 'El Heraldo' |
- ¿Y en qué
consiste el “planismo”?
- Pues la
escuela planista interpreta el natural utilizando planos de color para darle
profundidad y volumen a los cuerpos, y prescinde bizarramente de los valores de
claroscuro.
- Los que utilizaba
Velázquez.
- Y El Greco
y Goya.
- Bien. Pero
explíqueme usted para que los profanos podamos comprenderle. Póngame un
ejemplo.
- Es fácil.
Una manzana. ¿Cómo la pintaría un pintor de los que sigue los procedimientos
clásicos...? Pues con un solo verde, la pintaría redonda, con brillo, con reflejos...
¿Y cómo la pintaría un “planista”? Pues con volúmenes cromáticos y cóncavos,
formados por gamas de color. Así, para pintar una manzana verde yo pondría, en
determinadas condiciones de luz, cinco franjas: una roja, otra amarilla, otra
verde, otra violeta y otra rosada... Y de este modo daría la sensación de la
fruta verdezuante.
- ¿Y qué fue
lo primero que hizo usted cuando fundó la escuela?
- Unas
manzanas, precisamente. Ya había triunfado Picasso con el cubismo y yo,
fundador como él, puse toda mi alma en la obra. La pinté al sol, y las manzanas
ra palizas como rayos de sol. Las envié ala Galería de los Independientes.
- ¿Y se
fijaron en ellas?
- ¡Digo!
-¿Para
reírse?
- Para
estudiarlas y discutirlas muy en serio. Y la prueba es que el amo de la galería
me compró el bodegón en 500 francos.
- ¿Ponemos
50...?
- En
cincuenta francos, eso es. Pero si hubiese pintado clásicamente mis manzanas,
es decir, si hubieran carecido de valor estético, no habría conseguido
venderlas.
- Y en
España, ¿cómo le va?
- ¡Pchs...!
En Barcelona he dado el golpe y en Madrid, si no les hubiera sorprendido a los
aficionados esta nueva estética... Es lástima que Madrid, inteligentísimo, sea
tan burlón. Si le asombra mi escuela, ¿no le espantaría la futurista? Figúrese
usted que Boecino trajese aquí su famoso cuadro La calle que se mete en la casa. Boecino, que pinta sensaciones,
afirma que con nosotros entran en nuestras casas las que más fuertemente nos
han impresionado en la calle, y con sujeción a esta teoría hizo su obra. Y su
obra es un comedor como todos los comedores, pero en el que, suspendidos en el
aire, se ven una rueda, un pie, una mano de niño y una cabeza de perro...
- Es
maravilloso.
- Pero yo no
pinto así. Llevo a la tela exaltaciones e impresiones, más prudentemente. En un
desnudo, por ejemplo, ve usted un brazo desproporcionado, enorme, y piensa
usted; “¡Qué mal pinta Lagar”! Y no pinto mal, porque he agigantado el brazo
conscientemente para transmitir la sensación principal que me produjo el
desnudo. Y conste que, aunque mi escuela es futurista, yo rechazo el futurismo.
- ¿Por qué?
- Lo rechazo
por que exageraciones. ¿Sabe usted cómo ha pintado la guerra un futurista? De
este modo: en una nube roja y cárdena, un pedazo de Le Matin con partes oficiales, una bota, una pantorrilla
chamuscada, un casco de aviador y medio rostro comido. ¡Yo no haría eso! ¡Por
nada del mundo haría eso!
- Pues, ¿qué
haría usted?
- Yo pintaría
descompuestos por el movimiento, caballos y cañones.
-
¡Descompuestos! Es decir, ¿por el estilo de la mujer de las dos cabezas?
-
Exactamente. Los caballos, de diferentes coloraciones, galoparían con ocho o
diez patas, lo que quizás les haría un poquito misteriosos para los no
iniciados; y los cañones, a fin de indicar que giran, tendrían muchas bocas.
- ¡Bravo!
- Y junto a
la causa pondría el efecto. Esto es, junto al cañón, la obra de sus proyectiles:
templos de los colores de la tragedia...
- ¿Y cuáles
son los colores de la tragedia?
- El rojo y
el amarillo. Templos de los colores de la tragedia que se derrumban, campanas
que se funden en lágrimas de metal, flores marchitas, pájaros asfixiados... Y
luego, los matices de los trajes de todos los guerreros.
- Sería
precioso.
- Claro. Como
que así, cromáticamente, expondría la estética de la guerra.
- ¿Y la
comprendería el público?
- Qué se yo.
Mañana, seguramente. Ahora, tal vez no, como no ha comprendido el cuadro de la
mujer de las dos cabezas. Y, no obstante, es sencillísimo.
-
¿Sencillísimo? Fíjese en que la mujer se apoya en una mesita que no se ve.
-
Naturalmente. Como que la mesita está descompuesta por la luz. Por eso el observador
no descubre más que franjas amarillas, rojas y azules. Azules por el muro, que
es azul; amarillas por el sol, que es amarillo; y rojas por el traje de la
mujer, que es rojo. De manera que no hay mesita, puesto que no se ve; pero hay
algo infinitamente superior: el ambiente total de la estancia.
- Cuando
usted lo afirma...
- ¡Lo afirmo
y lo juro! Y ahora apunte usted esta frase, entre comillas, porque es ajena.
Del gran Delacroix. Decía Delacroix: “La originalidad en el pintor da nuevos
asuntos a la pintura”. Es tremenda, ¿eh...? Bueno, pues tiene razón. Y como
tiene razón, el público opinará lo mismo que nosotros antes de lo que se
figuran muchas momias vivientes, y se impondrán el “planismo” y el futurismo
lógico y otras escuelas.
- ¿Y no se
estudiará a Goya, al Greco, a Velázquez...?
- Se les
estudiará y se les comprenderá mejor que nunca. ¿Cree usted que no no les
admiro? En su época fueron gigantes, colosos. Hoy...
-¿Hoy no?
- La
humanidad progresa, amigo mío... A pesar de ciertos Zoilos.
- ¿Le ha
maltratado la crítica?
- La
académica, sí. Un señor de Barcelona hasta se permitió deformar mi apellido. Y
no escribía Celso Lagar, sino “Celso ¡Lagarto, Lagarto!” ¡Vaya una seriedad, caray!
Y otro –Dios le perdone- escribió que yo hacía las figuras con panecillos.
¿Cabe una incomprensión más gorda?
- ¡Ay...! Me
temo que sí.
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